La tristeza es una punción seca, un manto de cristales rotos, un puñetazo en la boca. Sobreviene de repente, entra en el alma como el humo que se cuela por debajo de una puerta y lo tapa todo, también los motivos para ser feliz. Al mismo tiempo que los jugadores del Hércules, eufóricos, exultantes, se abrazaban para celebrar la victoria más importante de la temporada, Sergio Buenacasa apoyaba todo el peso de su pena sobre las rodillas. Cabizbajo, dentro del campo, inclinado hacia adelante, con los ojos cerrados, vidriosos, aislado del júbilo general, veía nítidamente sus tres viajes a la portería, sus tres viajes a ninguna parte. Fueron tres cuchilladas a la autoestima. Parreño le ganó la partida. En un mismo segundo convivieron la enormidad edulcorada del triunfo y la amargura en carne viva del dolor que va por dentro, el que solo quien lo sufre sabe calibrar.

Máxima concentración, intensos, tratando al líder de tú a tú.

Así se entiende la victoria sobre el mejor equipo de los 102 que componen la Segunda B. Es la primera vez que un Hércules no se arruga cuando todos los focos le apuntan a él, cuando el margen de error de no existe. La clave: saberse equilibrar, defender al máximo siguiendo un plan muy definido para atacar haciendo daño, sin sentirse menos que nadie, sin titubeos, con determinación, asumiendo riesgos, peleando por cada balón. Nunca antes el equipo había ofrecido una versión tan apreciable frente a un enemigo tan potente, tan sólido, tan exigente. Los tres puntos son la recompensa más saludable posible para un proyecto que aún tiene tiempo de sobresalir, de demostrarse a sí mismo que sí, que para llegar a la cima lo más importante es ponerte a subir cargando con las piedras de la maldita mochila.

Falcón y Benja, las dos referencias de un juego coral y agresivo.

Ellos encarnan hoy el éxito, acaparan el interés, los aplausos, los titulares de prensa que incluyen nombres propios. Se lo ganaron, el primero salvando al equipo con el tiempo ya cumplido, y el segundo, por su instinto. La mano dura que el portero opone al cabezazo de Goldar, a bocajarro, es comparable a la fe del delantero catalán, que tocó tres balones dentro del área y envió dos a la red aunque le invalidaran el primero. Fueron maniobras emocionantes, acciones de dos tipos que conocen bien su oficio, que piensan antes, no durante, que precipitan el desenlace.

Benja no exhibe la versatilidad de Buenacasa ni sus fundamentos individuales, él solo ve la portería aunque esté de espaldas. No sé si el zaragozano adquirirá alguna vez ese poder, lo que sí resulta evidente es que cada fallo transparente se le mete en las botas como un cuarzo con aristas. Tenerlo casi todo, pero faltarte lo importante, perro mundo.

Acordarse de los que no están es el principal síntoma de que quienes sí comparecen lo hacen mal. Ayer no ocurrió. Ayer volvieron a estar ausentes a la vez Moisés, Moyita y Acuña. Estaba todo en contra menos la predisposición de unos futbolistas llamados a marcar diferencias en una categoría plagada de sombras, de vacíos, de mentiras asumidas como dogmas infinitos.

Hora de volar, de librarse de las cadenas, de demostrar.

sobre todo a uno mismo. El deportista de élite llega a serlo cuando asume que la presión con la que está obligado a convivir tiene que ir de dentro hacia afuera y no al revés, que es el error más común, y el más grave. Nadie debería tener que exigirte más que tú, cuando eso sucede, tienes un problema encima que, de persistir, te arruina la carrera. Nadie garantiza el éxito, por eso se paga tan bien, y por más homeopatía que consumas, oral o escrita, nadie te va a privar del sufrimiento que exige el esfuerzo de no ser uno más, uno cualquiera.

Manolo Díaz llegó con retraso a Alicante, los más optimistas creerán que 15 días después, curiosamente el mismo tiempo que ha tardado en dar con una estructura sólida capaz de atacar y defender con contundencia. Atajó la debilidad de Álex Martínez con la tensión de Romain y las vigilancias de Armando; localizó el punto exacto por el que hacer daño a su adversario (el flanco derecho) y, en igualdad de fuerza física, con el balón, renunció al carril central para no conceder contras y, sin un organizador claro, solvente, darle salida a la pelota siempre por fuera. Cuando no tuvo la posesión, cerró los espacios, presionó arriba y evitó que se le cayera el equipo fruto del desgaste, lo controló todo, hasta el discurso, que también suma.