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Confusión a raudales

E l ciudadano ha invertido bastantes de esas muchas horas que, según el sentir general, se dice les quedan libres a los docentes tras cumplir sus obligaciones presenciales en aulas, laboratorios, archivos, tutorías o similares, en la benemérita empresa de verificar los conocimientos adquiridos por sus alumnos a lo largo del cuatrimestre que acaba de periclitar. Tarea esta que entraña no pocas complejidades y que suele provocarle los sentimientos más encontrados. En cualquier caso, la lectura y valoración de los exámenes, aparte del evidente e inmediato reflejo académico que ello conlleva, permite, asimismo, comprobar de una manera empírica el bagaje educativo y cultural que acumula el estudiante así como el modo en que la realidad del país o del ambiente más próximo puede afectarle.

El ciudadano no quiere insistir en lo difícil que resulta en ocasiones no ya leer, que también, sino interpretar lo que algunos quieren decir bajo el paraguas de una sintaxis en exceso agresiva trufada de ataques agudos de hipérbaton, acompañada, entre otros, de los efectos perniciosos del laísmo o del leísmo, de la acometida del «dequeísmo» trasladado al papel, el abuso de adverbios acabados en «mente» con el fin de enfatizar -recurso propio de Zaplana, y si no préstenle atención cuando desarrolla sus funciones de portavoz- o la comisión de graves errores ortográficos. Por no hablar de la casi completa desaparición de los signos de puntación en demasiadas plumas universitarias o de la tentación apenas superada de emplear -pese a la advertencia previa- ese lenguaje críptico que ha hecho carrera por culpa de los SMS de los teléfonos móviles. Estos aspectos formales podrían corregirse aplicando reglas y mecanismos sencillos entre los que la lectura como hábito suele rendir excelentes resultados. Otro sería el de escuchar con enorme sentido crítico las declaraciones de políticos y personajes públicos para, como norma general, seguir por derroteros bien diferentes. Escapar de los programas basura que regalan a espuertas las televisiones no deja de constituir otro sano ejercicio para evitar aprender aquello que no se debe.

Pero si una cosa es el modo de expresarse, que es consustancial a cada cual y depende muy mucho del cultivo de su propia formación, otra bien diferente son los contenidos, los conocimientos que se adquieren de una materia. Y aquí se entra en un territorio peligroso y resbaladizo. Vaya por delante que el ciudadano está razonablemente satisfecho de sus alumnos; pero ello no quita que existan excepciones llamativas que, cuanto menos, le mueven a la reflexión. ¿Qué pérfido influjo puede conducir a alguien a afirmar que la Revolución Gloriosa inglesa de 1688 provocó la «destronización» de Jacobo II y que tuvo la virtud de ser incruenta para, a continuación, apostillar textualmente «o sea, con poco derramamiento de sangre» Quizá el mismo que provoca que «galicismo» y «galicanismo» sean considerados sinónimos o que la política regalista practicada por los cristianísimos reyes del XVIII europeo sea definida como «acción de regalar presentes por parte de los súbditos a sus señores». O que el rey Luis XIV de Francia sea tachado de «bastante absolutista, aunque fue uno de los padres de la Ilustración»; o que Voltaire se trasmute en «Voltiere» y el autor de un libro de referencia pierda su nombre y apellidos para ser simplemente «cierto profesor que dio clase en la universidad en los años ochenta». O sea, uno de tantos. Mayor carga de profundidad tiene la afirmación que justifica que el siglo de la Ilustración sea conocido también como Siglo de las Luces «porque tuvo como principal foco a París; ya se sabe que París es la "ciudad de la Luz"». ¿Habrá influido la de Agua Amarga

A lguien pensará, a buen seguro, que el ciudadano persigue elevar lo que podría considerarse anecdótico a categoría. Nada más lejos de su intención, y por ello ha reservado para concluir un par de afirmaciones para que cada cual saque sus conclusiones. La pregunta que solicitaba las características del «sistema Norfolk» que revolucionó la agricultura inglesa en la primera mitad del siglo XVIII mereció esta rotunda respuesta: «complejo método inventado por el vizconde de Norfolk para evitar dejar la tierra en "barbastro"», arrebatando la villa aragonesa toda la gloria al sufrido barbecho. Pero la guinda la constituyen las líneas dedicadas a Montesquieu, de quien se dice textualmente que fue «figura representante de la Ilustración y a quien se debe la separación de poderes; es decir el legislativo reside en el Senado, el ejecutivo en los jueces y el judicial en el monarca; con ello se contribuye a la no acumulación de estos tres poderes en una sola persona». El ciudadano ignora si, en este caso, esta tremenda confusión cabe atribuirla a una incorrecta asimilación de conocimientos o más bien al perverso influjo que el modo de entender y hacer política del PP ejerce en la opinión pública y que ha generado el tremendo conflicto entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial que está a pie de calle. El ciudadano, por la cuenta que le trae, aclarará a su alumno todos los extremos de la cuestión. El Partido Popular, sin embargo, hay que creer que persistirá con contumacia en su tarea, acrecentando la confusión interesada y, lo que es peor, la confrontación absurda e innecesaria. Por cierto, ¿han escuchado decir al ex presidente Aznar que se acaba de enterar ahora de que no había armas de destrucción masiva en Irak Pues eso.

Armando Alberola es catedrático de Historia Moderna de la UA.

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