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DE ANDAR POR CASA

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S i las energías que el Colegio de Arquitectos de Alicante está empleando en defender la salvación de la Isleta las hubiera dirigido a otros edificios ya desaparecidos o tan deteriorados que su recuperación se presume complicada, si hubiese ocurrido eso, que no es el caso, es posible que en lugar de tener una ciudad sin vida con un centro histórico tan falto de latido como de futuro, tal vez podríamos estar hablando del Alicante que fue y que, en buena parte, seguiría siendo.

No se trata de responsabilizar a este colectivo de todos los desmanes y aberraciones urbanísticas que han ido diezmando el patrimonio arquitectónico de esta ciudad y con ello, la calidad de vida de los que la ocupamos y el atractivo para quienes, tratándose de un destino turístico y de servicios como es, la visitan. Hasta que dejen de hacerlo. De una catástrofe de esta envergadura nunca puede haber un único culpable. Quienes diseñan el planeamiento urbano - si es que en muchos casos se le puede seguir llamado así - con una siembra indiscriminada de urbanizaciones inconexas en vez de apostar por que no se vengan abajo los barrios tradicionales tienen pecado. Los demás, la penitencia.

No se puede achacar, decía, a este grupo de profesionales el desolador panorama que se instala en la retina con un simple paseo por el corazón de Alicante o por sus zonas de expansión. No sería ni justo ni cierto. Pero sí lo es que en ocasiones, en bastantes más de las que un simple golpe de memoria nos permite recordar, se ha echado en falta la voz de un colectivo no sólo cualificado para criticar y plantear alternativas sino con el suficiente peso para ejercer de contrapunto ante actuaciones cuestionables, algo de lo que en esta ciudad, por desgracia, sabemos bastante.

Sorprende por ello el empeño que el colectivo que preside Carmen Rivera está poniendo en salvar una instalación cuyo valor, de entrada, no arranca defensas a ultranza. Baste reparar en que ni el Colegio de Ingenieros, desde un punto de vista técnico, ni los vecinos, desde la vertiente más sentimental, ven motivos para que no desaparezca un edificio del que nadie se había acordado - tampoco los arquitectos - en los ocho años que lleva cerrado y acumulando basura.

Y choca aún más esta obcecación cuando se reflexiona sobre la laxitud con que el Colegio de Arquitectos se ha pronunciado sobre proyectos mucho más emblemáticos para la ciudad que la existencia o no de la Isleta, como la pretensión, ya descartada, de levantar un palacio de congresos en el Benacantil o la agonía del Palas, un crimen arquitectónico del que poco se les ha oído hablar en público ni, como Rivera planteó a la edil de Urbanismo en el caso de la Isleta, en privado. Lo mismo se puede decir de la Fábrica de Tabacos, donde ha hecho falta que el deterioro muestre sus fauces para que el Colegio pida su conservación, o del antiguo edificio de Correos, del que lamenta un abandono que comenzó allá por 1999.

Ni la alarmante demora de la revisión del PGOU ha arrancando una respuesta tan dura como la de la Isleta a un colectivo que, lejos de centrarse en una seria fiscalización de los asuntos que de verdad condicionan la vida de la ciudad, como sería lo de- seable, parece encontrarse más cómodo en lo accesorio.

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