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Meditando sobreel gran crimen

El mundo ha estado innumerables veces en guerra, hasta el punto que algunos historiadores han contado más de 15.000 tratados de paz, que son los que preceden a la siguiente guerra. Pero hoy la guerra ha tomado una dimensión completamente inesperada. Desde la invención de la tecnología nuclear y la moderna balística de misiles, etcétera, la guerra por utilizar un término muy contundente es la personificación del pecado y de la maldad absoluta.

No se puede cometer un crimen más innoble y más inmenso que ese. Se pueden cometer errores por debilidad, pero en la guerra se cometen por inteligencia, se moviliza lo mejor de las fuerzas intelectuales y físicas de los hombres para destruir a los seres humanos hasta el punto de que podríamos denominarla como "el crimen por excelencia".

Hubo un tiempo en el que en la guerra se ponían en evidencia cualidades humanas. Hacía falta valor, se enfrentaban un hombre contra otro hombre, pero se respetaban las mujeres, los niños y los ancianos. Muchas veces un conflicto se limitaba a una guerra entre dos; ya conocen seguramente las historias entre los oráceos y los criáceos, pero hoy en la guerra se mata sin ninguna consideración ni discriminación, sin valor, se aprieta un botón y cientos de miles de personas son destruidas. Es por esto que el filósofo francés G. Marcel dijo que "la guerra es el pecado por excelencia".

Naturalmente y más en este contexto de la guerra en la que estamos inmersos, la de ellos, la de todos, la nuestra también, aun los que se consideran obligados a actuar de una forma violenta para lograr algún fin político, se oponen al uso de la violencia en otras situaciones o en manos de otros individuos. A la vez explicamos cínicamente que si cierta situación no existiera no nos veríamos obligados a usar la violencia. Es decir, condenamos el uso de la violencia excepto en ciertas situaciones en la que nos vemos obligados a emplearla para lograr nuestros propios objetivos. Por eso, el gran relato de la historia humana es el recuento de los usos violentos para lograr unos fines determinados.

Días pasados el presidente Bush visitó a Oriente Medio y estuvo regando para hacer germinar la planta carnívora que desencadenará la próxima guerra en la región contra Irán. En Pakistán, que por cierto tiene armamento atómico, falta sólo la chispa de una cerilla para que lo lancen contra la India, su secular enemigo. En África, que no paran porque no les dejan parar, sino ¿cómo se reparten todas sus materias primas y se mantiene una población desnutrida e ignorante? En América del Sur los mismos problemas, con un argumento parecido, pero sin soluciones, la misma demagogia, la violencia como eje, la misma zanahoria el mismo burro.

Pero debemos ser muy zoquetes porque la guerra siempre acaba igual, con la convicción de que no valía la pena tanto sufrimiento, tanto derramamiento de sangre. Ni valía la pena tantos mártires y tantos héroes. ¿Total, para qué? Pues como siempre, firmamos un nuevo tratado de paz con unos cuantos miles de muertos, con huérfanos y viudas, con sufrimientos y con el dramatismo inherente. Aparte, claro, de los negocios de unos cuantos, aquel refrán que dice que no hay mal que por bien no venga, se puede aplicar perfectamente en este contexto. Funciona, parece mentira, pero en nuestro desgraciado mundo se puede fabricar una guerra por intereses económicos, ahí tenemos paradigmáticamente los Balcanes de reciente escenificación. Pongamos en una coctelera un malo, pero malísimo, Musharaf o el señor de Irán, de nombre casi impronunciable, Amedineyay, agítese con intereses geoestratégicos, económicos, etcétera, y tendrá un argumento y un pasaporte ético para una guerra.

Y de lo más gordo es posible que no nos enteremos nunca y que jamás se desclasifique. Es posible que no sepamos nunca quién está detrás de tanta desgracia y de tanto crimen, pero no les quepa la menor duda, siempre hay alguien detrás.

Emili Boix es ceramista.

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