Parece ser que la mierda procedente de los intestinos del artista Damien Hirst ha fermentado y ha hecho que reviente el envoltorio metálico que la contenía. La vitrina del museo donde se aloja la lata, después de que el museo en cuestión pagara por ella varios millones de dólares en una subasta, ha tenido que ser aseada y aireada. Hay quien afirma que, en realidad, no contenía propiamente mierda, sino yeso. Pero el caso es que, estafa o no, estalló como una burbuja más ante la consternación de los entendidos en arte.

Como metáfora del mal olor que nos rodea, la lata de Hirst reunía todas las condiciones para convertirse en un icono de la posmodernidad. Era, en primer lugar, algo, una sustancia natural en contraste con el ambiente más bien vacío y profiláctico que hoy se respira en el mundo del arte y en el mundo en general. Era por otro lado una depurada expresión escatológica de narcisismo, tan exagerado en el arte de nuestros días. Tenía además el sello de la materialidad, un aspecto especialmente añorado en un mundo que ha renunciado a todo contacto sensible, ya que las emociones se experimentan ahora mayormente en los ámbitos virtuales de la red. Finalmente, era una representación publicitaria, una mercancía bajo la forma de producto comercial.

No sabemos si el siniestro habrá devaluado el precio de la lata y si los marchantes -y el propio artista- han rendido cuentas de lo sucedido (se dice que Hirst y su equipo pujaban en las subastas, pues lo suyo no era únicamente fabricar arte sino también colocarlo cumplidamente en el mercado). Pero no es la única explosión de la que tenemos noticia, desde luego.

Lo más parecido a la lata de Hirst, solo que mucho más grande, son las hedge-found, que como su nombre indica son elegantes artificios financieros rellenos de auténtica basura que se sirven enlatados y que los marchantes del dinero venden a precio de oro. Pasan directamente de los intestinos de los artistas de las finanzas a la boca y los estómagos de ávidos consumidores de productos especulativos, hasta que la lata estalla y los abundantes restos de material orgánico se esparcen entre la gente.

A menor escala, nuestra querida entidad local de ahorros resulta que acabó siendo una lata de parecido tenor. Tuvo antaño todos los atributos para ser considerada un buen producto. Era algo arraigado, real. Era la expresión del ahorro de la gente que luego revertía en forma de servicios de alguna manera necesarios. Generaba respeto y confianza y lucía brillante como una estrella.

Pero un buen día aquella caja empezó a llenarse de una materia corruptible que empezaba a oler a podrido. Políticos y comparsas se habían dedicado a meter la mano en sus interioridades y a acumular basura en sus partes bajas. Ejecutivos y administradores, deslumbrados por los suculentos negocios abiertos a la innovación y a ganancias sin fin, se coaligaron con empresarios insaciables en su loca carrera por sacar provecho del último metro cuadrado. La estrella se precipitó de lo alto. Las costuras de aquella caja, que se presumían a toda prueba, reventaron.

Como en el caso de la lata de Hirst, nadie parece de momento concernido por el cataclismo de nuestra querida entidad. Los máximos responsables, por este orden de prioridad: el gobierno del pepé de la Generalitat, el gabinete de alta dirección con sus consejeros al completo comandados por su presidente, los ejecutivos y el Banco de España, miran hacia otro lado mientras se tapan la nariz. Ahora, la basura ha sido recogida por los ciudadanos que con sus impuestos adelantan el dinero de su nacionalización. Pronto la endosarán al mejor postor, a precio de saldo, como debe ser.