Hace muchos que pienso que la intolerancia es el peor pecado colectivo de los españoles. Un pecado compartido por las dos españas. La visita que el papa comenzará esta semana ha destapado el tarro de las esencias de la más rancia intolerancia y asociaciones y colectivos de los que casi nadie tenía noticia hasta ahora se han hecho fuertes en el ataque a esta visita. Pasa, en realidad, con casi todas las manifestaciones, con casi todos los fenómenos nuevos: lo pasional sustituye a lo racional, el insulto suplanta al debate, el vocerío al diálogo.

Confieso no estar interesado en esas jornadas de la juventud organizadas desde El Vaticano y aquí por la Conferencia Episcopal; no soy joven, albergo algunas críticas hacia ciertas jerarquías eclesiales y, además, no osaría calificarme como buen católico. Por eso mismo, veo con simpatía a quienes son ambas cosas, jóvenes y convencidos de su fe, y no se meten con nadie. Si usted no quiere asistir a los actos organizados con motivo de la estancia de Benedicto XVI, haga como yo: no asista. Pero no entorpezca el derecho a hacerlo de aquellos que lo deseen.

Y conste que, en este país que es un gran manifestódromo por las cosas más variadas y a veces algunas de las menos deseables (como la que se celebró este viernes a favor de los presos de ETA) , también estoy a favor de que quienes desean alzar su voz contra la llegada del pontífice, o contra las "facilidades", dicen, que el Gobierno socialista ha dado a esta visita, puedan hacerlo sin dificultades. Pero sin molestar. Porque no molestar a los demás es, me parece, una de las esencias de una democracia.

Ocurre que la mayor parte de las manifestaciones son excesivamente puntuales, coyunturales y superficiales: protestas contra una ley concreta, contra una decisión judicial a la que se acusa de estar influida desde el Ejecutivo... Los "indignados" del 15-m salieron en tromba manifestándose por lo contrario: la suya era una queja global, contra el sistema. Pero no han ofrecido, más allá de su pienso que justa indignación, ni demasiadas soluciones tangibles ni una interlocución constructiva. Algunos de ellos se han convertido, ay, en los primeros intolerantes a fuera de indignados.

Pienso, sinceramente, que hay muchos motivos para salir a la calle a exigir cosas a nuestros representantes. Cosas concretas. Un programa reivindicativo creíble. Empezando por un compromiso de unidad de acción frente a la crisis, gane quien gane las elecciones. Hay una batería de cambios inaplazables, que solo la pereza de una clase política aferrada a los viejos usos y costumbres y la falta de vertebración de unos ciudadanos instalados en la comodidad del estado de bienestar han ido posponiendo.

Hablo de un abanico que comprenda desde las reformas constitucionales que permitan que la ley fundamental de 1978 siga en vigor y el estado de las autonomías siga rodando hasta las medidas duras de austeridad que nos garanticen la supervivencia digna para los próximos años. Un compromiso de actuación con un horizonte puesto en, por ejemplo, ese año mítico 2020.

Yo sí me manifestaría para pedir todo esto, ese horizonte 2020 que no puede quedarse en una utopía más, condenada por el silencio pertinaz ante lo trascendente de las personas a las que votamos y pagamos para que construyan el edificio de la nación, pinten la fachada y arreglen las cañerías.

Pero, claro, avanzar en un programa colectivo de mudanzas supondría empezar a superar el país en blanco o negro, la falta de ideas grandes, la inmediatez y la estéril intransigencia grupal de la que algunos posicionamientos, cívicos e incívicos, ante la visita del Papa son el más reciente ejemplo. El más reciente pero, ay, temo que no el último.