Afinales del mes de julio del año de Nuestro Señor de 1691, la armada francesa de Luis XIV -capitaneada por el Almirante d'Estrées- arrasó nuestra ciudad. La flota del llamado "Rey Sol", en guerra contra Carlos II, se ensañó bíblicamente con Alicante, contra la que arrojó miles de proyectiles que calcinaron nuestras casas, archivos, edificios más emblemáticos y, tristemente, "redujo la población a tan sólo 743 vecinos, arruinados y en la indigencia". Para cuando llegaron los 80 buques españoles en nuestro auxilio, la urbe había quedado reducida a un amasijo de humeantes y hediondos escombros.

¿Por qué les cuento este luctuoso relato?

Si hablamos de la importancia histórica de los vinos de Alicante, debemos referirnos, casi por completo, a los caldos de La Condomina. No es difícil de suponer que los íberos, en aquella ciudad que hoy llamamos "Cerro de las Balsas", ya trasegaban tan ilustre manjar; como lo ingerían, sin duda, los romanos que fundaron Lucentum, pues no sólo de conquistas y circo hubieron de vivir antaño.

Con la llegada de los musulmanes la cosa se torció un poco, "pues sus preceptos coránicos les prohibían beber vino". En cualquier caso, decidieron aprovechar las viñas para producir pasas, cocer mosto o hacer arrope; aunque, ¿por qué no?, algún que otro "lingotazo" se pegarían. Por último entrarían las hordas cristianas, a las que las uvas les cayeron como "agua de mayo", pues el vino era necesario para consagrar, bendecir, festejar o deleitar en nombre de Dios.

Fue a partir de ese momento cuando los terrenos de La Condomina desarrollaron la vinificación con total esplendor, con el resultado que durante las centurias de 1500, 1600 y 1700, el vino de Alicante llegó a ser "el más caro y famoso del mundo entero". Así lo cuenta con orgullo y satisfacción D. Jaime Pomares Bernad, que amén de doctísimo abogado y amigo, es ilustre entendido en estos menesteres.

Los que hoy hayan superado los 70 años de edad recordarán ese "caldo recio, tinto. Debía tener como mínimo un año cumplido y, si tenía dos, pues mucho mejor". También había vino blanco, de consumo común, "Aloque, rancio, seco y algo abocado", Malvasía y Moscatel. Se conservaban en grandes toneles, que el que menos tenía cien años. Ocurría aquí durante ese año -o dos- de antigüedad lo que muy pocos conocen: el vino perdía agua por evaporación, pero el alcohol no desaparecía, por lo que a la hora de trasegar para su venta tenía cerca de 18º naturales. "Era vino, alimento, reconstituyente y medicina, todo a la vez. Pero era para muy machos, de esos que te hacía crecer pelo en el pecho. Y lo extraño del caso es que no era, para nada, cabezón".

"¿Qué relación tiene todo esto, pues, con el bombardeo de Luis XIV a nuestra villa?", se cuestionarán todos ustedes a estas alturas del artículo. VeránÉ entre los años 1785 y 1787, la Real Academia de Ciencias de Suecia publicaba la obra de Bengt Bergius titulada "Discurso acerca de las exquisiteces", considerada por los especialistas "el trabajo cumbre de la gastronomía sueca". En ella, el autor nombraba a un tal Berkenmejer, que atribuía al vino de Alicante las propiedades de ser "rojo, espeso, exquisito, pero NO singularmente saludable". ¿Cómo que no era saludable? Existen datos contrastados de la trascendencia mundial de la producción de La Condomina: Magallanes relataba, sin ir más lejos, que sus marineros bebían "fondillón" para no enfermar de escorbuto en sus largos viajes allende los mares, o Alejandro Dumas, por su parte, lo nombraba lujosamente en su obra "El Conde de Montecristo". ¿Cuál fue el motivo para que -supuestamente- prestigiosos entendidos y sumillers dijeran que el vino de la "terreta" no era sano?

Se dice, no con poco acierto, que en su lecho de muerte y con la pierna gangrenada, Luis XIV, el "Rey Sol", sólo admitía la ingestión de bizcochos remojados en vino dulce alicantino. Lo que en un principio podríamos considerar un privilegio único de nuestra tierra y una muestra palpable de la calidad de nuestros cultivos, realmente escondía en su interior y sin querer, un arma macabra de doble filo. Si por algo se ha caracterizado siempre nuestra bebida por excelencia, es por su alto contenido en azúcar; aquello, sumado a los citados "bizcochitos" y a la diabetes galopante del monarca francés, sería el desencadenante de la agonía y posterior muerte del hombre que un 21 y 22 de julio del año de Nuestro Señor de 1691, ordenó bombardear y arrasar la ciudad de Alicante.

El vino sirvió, por consiguiente, de elemento involuntario de venganza contra nuestros sanguinarios verdugos. Aunque, eso sí, dulce y muy jugosa.

¡Chin-chin!