La forma de ser de las personas determina éxitos o fracasos en todas las esferas de la vida en las que cada uno actuamos o nos desenvolvemos. Hay personas reflexivas que antes de moverse o actuar meditan de forma concienzuda sus movimientos, y hasta que no tienen claro lo que hacer o cómo ejecutar una idea no se deciden a hacerlo. Otros, sin embargo, actúan de la manera que primero les viene a la cabeza, sin pensar las consecuencias de su proceder, y la decisión les puede salir bien, pero también equivocarse al no haber medido determinados factores que eran fácilmente previsibles y no se tuvieron en cuenta a la hora de tomar la decisión.

El primero medita primero y valora estas consecuencias que el segundo no ha hecho. El primero las tiene en cuenta y conoce los riesgos que eran previsibles o posibles si ejecutaba esa acción, y luego la lleva a cabo, o no, pero asumiendo los riesgos que podría llevar esa conducta. El segundo ni se plantea la existencia de los riesgos, porque no le da tiempo a su cabeza ni a su voluntad de valorar si estos existen o no. Tiene la necesidad, el deseo o la idea de hacer algo y la lleva a cabo sí o sí, y sin valorar si ello le puede conllevar algún tipo de perjuicio, pero no solo a él mismo, sino también a los terceros que con él se relacionan o reciben la conducta de su actuar.

Surgen así dos tipos de personas, las prudentes y las imprudentes. Aun así, con respecto a la primera forma de ser o actuar tampoco queda claro que quien así actúa siempre está acertado, ya que existen personas excesivamente prudentes que llevan al extremo esta forma de actuar y en la graduación de las escalas de las conductas llevan la prudencia a su máxima expresión, lo que les lleva a ser excesivamente temerosos siempre y valorar en exceso los riesgos que lleva una conducta, lo que determina que dejen de llevar a cabo muchas acciones por la sobrevaloración de los riesgos, y porque no toman nunca una decisión hasta estar seguros de haber hecho desaparecer al máximo todos los riesgos. Por ello, quien así actúa tampoco llega a ser muy eficaz, por la sencilla razón de que deja de llevar a cabo acciones y conductas que son necesarias y positivas para su trabajo, o para su vida, pero sobre las que al percibir la existencia de riesgos, aunque mínimos, esta persona que así actúa no las lleva a cabo. En este sentido, hay personas que fracasan en su profesión y en su vida por el excesivo temor que le ponen a sus decisiones, lo que les lleva a no ejecutar nunca algunas de ellas que hubieran deparado un acierto en cualquiera de las facetas de su vida, ya personales o ya laborales.

Con ello, tenemos claro que la imprudencia es mala consejera por llevar a cabo acciones de forma irreflexiva y sin valorar absolutamente nada, además de emplear medios o instrumentos incorrectos a la hora de ejecutar sus acciones que le llevan al fracaso de sus movimientos de forma clara. Pero la actuación del prudente tampoco tiene siempre todas las papeletas para acertar en esta forma de actuar, por dejar en el tintero, y no llevarlas a cabo, conductas que podrían reportarle buenos resultados, pero que por temor al fracaso o a fallar nunca las llevan a cabo. En consecuencia, la forma de ser más correcta es la que cabalga dentro de quien es prudente en orden a valorar las acciones que va a llevar a cabo, pero sin que esta prudencia le lleve al extremo de decantarse por un «no hacer» al mínimo temor de que la conducta conlleve un riesgo. Toda decisión supone siempre un riesgo tanto en la vida como en el trabajo. Porque todos tenemos que tomar decisiones todos los días desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Algunas más relevantes y trascendentes y otras menos. Pero no por esta necesidad de tomarlas vamos a dejar de hacerlo y optar por un no hacer. Y conste que no se trata de ir pisando el acelerador constantemente, pero sí de mantener una velocidad gradual en la conducción de nuestras vidas, y cada uno en la suya, porque no todos deben llevar la misma velocidad, ya que todos somos distintos y sabemos, o debemos saber, cómo debemos conducirnos. Pero si la imprudencia es mala forma de dirigir nuestras acciones la excesiva prudencia puede ser igual o peor que la imprudencia. De ahí que nos tengamos que mover mejor en una línea de conducta prudente, pero decidida. Afrontando la necesidad de tomar decisiones todos los días y de tomarlas bien, pero sin el temor a equivocarnos. Porque errar podemos hacerlo, y a buen seguro que lo hemos hecho muchas veces. Pero es preferible errar por un hacer que por un no hacer. Porque con esta forma de actuar la balanza de los aciertos estará al final más llena de éxitos que de fracasos, y el que se excede en su prudencia cree que no se equivocará, pero lo hace desde el momento en el que no se decide. Y si no se decide se equivoca.