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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Pecados y absoluciones

Pase lo que pase el domingo 24 de mayo, la próxima ronda de elecciones municipales y autonómicas ya nos ha dejado un logro histórico, que está provocando el asombro de los politólogos de todo el mundo: el espectáculo inédito y sorprendente de un partido, el PP, postulándose como alternativa crítica a sí mismo. Acuciados por unas encuestas que les ponen los pelos de punta y repudiados por amplios sectores de una ciudadanía en permanente estado de cabreo, los estrategas populares han hallado la varita mágica para salir bien librados de todos sus embrollos políticos y han decidido por unanimidad dejar de ser el problema para transmutarse en la solución.

El pasado fin de semana, el mismísimo presidente de Gobierno se acercaba a la Comunitat Valenciana para hacernos una demostración práctica de cómo se puede aplicar esta nueva doctrina sin sufrir un delatador ataque de risa floja. Mariano Rajoy le dedicaba grandes elogios a Alberto Fabra por el «coraje» demostrado en su lucha contra la corrupción en el PP valenciano, destacando la milagrosa capacidad de nuestro Molt Honorable para sacar a esta autonomía del estado de desastre general en que la habían dejado sus propios compañeros de partido. A modo de piropo, Rajoy elogiaba la valía de Fabra, subrayando su habilidad para «bailar con la más fea»; admitiendo así las graves dificultades a las que se ha de enfrentar un disciplinado dirigente del PP cuando asume la difícil tarea de gobernar una comunidad autónoma que ha sufrido el drama de ser gobernada por la gente del PP.

La estrategia es simple pero efectiva. El mismo partido que comete los pecados, se autoconcede la absolución, se pone una penitencia ligerita y regresa al combate político con nuevos bríos y totalmente limpio de polvo y paja. Este sencillo silogismo permite que Esperanza Aguirre se haya convertido en la principal estrella emergente del PP madrileño, gracias a su capacidad para defenestrar a los componentes de una pequeña legión de cargos corruptos que ella misma había nombrado. Recurriendo a esta elástica línea de pensamiento, también se puede transformar a uno de los símbolos del triunfo económico de la era Aznar, Rodrigo Rato, en el chivo expiatorio de innumerables casos de corrupción, paseando su ejemplarizante humillación pública por todos los telediarios, sin preguntarse en ningún momento aquello de «de dónde saca para tanto como destaca». Sobre esta misma trama argumental se asientan todo tipo de operaciones; desde el relevo de Sonia Castedo en la Alcaldía y la candidatura de Alicante a numerosas maniobras destinadas a retirar de la circulación a aquellos dirigentes que más se habían quemado en el incendio general de los escándalos políticos y del rechazo social.

Estamos ante una jugada de altísima política; ante un gran dispositivo de manipulación de la opinión pública primorosamente armado, que además se ve acompañado por una poderosa campaña propagandística en la que no se han regateado ni el dinero ni los medios humanos. Este montaje aparentemente perfecto presenta sin embargo un punto flaco de alto riesgo, que puede echar al traste toda la planificación: su éxito depende de que se produzca una gran epidemia de amnesia colectiva; de que millones de personas se olviden el día de las votaciones de que el PP es el mismo partido que aplicó drásticos recortes sociales, el mismo que subió los impuestos incumpliendo su programa electoral y el mismo que se vio inmerso en gravísimos casos de corrupción, que salpicaron hasta sus despachos más nobles.

La eterna batalla entre la realidad y la propaganda vuelve a situarse en el eje central de una campaña electoral. En este caso concreto, el PP ha forzado hasta extremos desconocidos el viejo hábito político de maquillar con efectos especiales el verdadero estado del país. Es una apuesta a la desesperada; un último salto mortal lleno de peligros, que puede acabar teniendo efectos contraproducentes para sus promotores. La brusca y masiva fuga de votos a otras formaciones de centro derecha, como Ciudadanos, es una señal irrefutable de que esta arriesgada táctica no acaba de arrancar. Millones de españoles le han pillado el truco al prestidigitador y han decidido que cualquier opción -por imprevisible e inconsistente que sea- es preferible a la de seguir picando el anzuelo.

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