La noche alicantina del viernes era cálida y suave como solo son cálidas y suaves las noches del otoño mediterráneo en Alicante. Las mesas del tardeo en Castaños están repletas. Los camareros se mueven frenéticos entre ellas con las bandejas en difícil equilibrio. Llevan comidas exquisitas y copas de todos los gustos y colores. Comienza el fin de semana y la gente quiere diversión, risas, delicatesen, contactos amigables y mucho más que amigables. La selección juega y en todos los bares y terrazas, sin prestar demasiada atención -aún hay gente que prefiere otras cosas al fútbol- se mira de reojo al televisor cuando el locutor cambia el tono de voz, porque los delanteros españoles se acercan con más o menos peligro a la portería inglesa. La «pérfida Albion» -este término usado profusamente por el franquismo, se usa desde el siglo XVIII y fue acuñado por un escritor francés de origen maño- está a punto de morder el polvo en el estadio de uso herculano, ese equipo que se arrastra sin remedio, y sin visos de salir, por las categorías inferiores.

Este retrato idílico -cenas, copas, música, diversión?- se repite en otras ciudades españolas y en muchas europeas. La realidad es lo suficientemente frustrante para que la gente -todos somos gente- tenga derecho a evadirse, a divertirse, a acariciarse, a reir y a disfrutar una felicidad siempre efímera. Pudo haber tenido lugar aquí pero ocurrió en París la ciudad del amor y de la luz.

Llego a casa pronto - los ancianos nos acostamos temprano-. Ponen una película casi de humor. Robert de Niro y Stallone se dan mamporros recordando tiempos mejores de éxito en el boxeo. Interrumpen la emisión para dar cuenta del horror que acaba de tener lugar en París. Como en España, se juega un amistoso entre Francia y Alemania. Suenan unas explosiones -todo el mundo piensa en un principio que son explosiones festivas- y en poco rato se desata el desorden. El presidente es evacuado en helicóptero del estadio.

Transmiten imágenes de la puerta de una sala de fiestas donde, desde los primeros momentos de confusión, se percibe una tragedia de enormes dimensiones. El boulevard Voltaire -autor ilustrado, libre, irreverente, satírico y genial- se ha convertido en una carnicería.

No estamos ante la obra de un loco, ni de unos cuantos locos. Qué duda cabe, hay una mente paranoide en el trasfondo, hay fanatismo pero también hay detrás una organización perfectamente engrasada que planifica y actúa, llevando a cabo a la vez y en distintos escenarios, varios actos terroristas o de guerra asimétrica.

El presidente Hollande lo ha dicho claramente: estamos ante un acto de guerra. Las guerras -y esta es la tercera mundial sin ningún género de dudas- ya no se libran como antaño. Nada que ver con la batalla de Almansa en la que los ejércitos, frente a frente, se citaban y se batían, borbones contra austracistas. Nada que ver con la batalla de Teruel, la de Brunete o la del Ebro en la que rojos y fascistas decidían en el cuerpo a cuerpo el curso de la guerra que siguió al golpe de estado contra la República.

Esto es una guerra asimétrica entre potencias muy dispares y los terroristas -ellos no admiten el nombre de ninguna de las maneras, y hasta hablan de milagro para referirse a la masacre parisina- usan el factor sorpresa, el disimulo, el pasar inadvertidos entre la población, el estar metidos en el corazón del «enemigo» y actuar cuando la guardia está baja, mientras se disfruta de un partido de fútbol y una noche festiva.

¿Quién dice que esto no tiene nada que ver con la religión? ¿Quién dice que las religiones hablan de amor y de paz? Quien eso afirme ha estudiado poca o ninguna historia de las religiones.

No me meto en diatribas agnósticas, quedémonos en la mera antropología religiosa: toda religión presume de tener en su mano un mensaje divino, entregado por Dios a los hombres a través de algún ser excepcional - los profetas, Jesús, Mahoma-. Toda religión afirma que ese mensaje divino -el Antiguo y el Nuevo testamento y el Coran- está cerrado y es inamovible porque Dios ha dicho todo lo que tenía que decir. Toca ahora la tarea de exégesis o interpretación y ahí entran en juego los líderes político religiosos que nos transmiten lo que ellos afirman que Dios quiso decir en esos libros sagrados. Las interpretaciones son para todos los gustos e incluso son interpretaciones contradictorias dependiendo del momento, del lugar y de la situación social, política y económica.

El Daesh -a ellos no les gusta ese nombre- el Estado Islámico es desde sus inicios como rama de Al Qaeda, un Movimiento coránico para el monoteísmo y la yihad. El monoteísmo es su fin y la yihad el medio para obtenerlo. ¿Qué quieren obtener? La implantación de un califato islámico en todo el mundo. Ahora lo tienen implantado en zonas de Irak y de Siria -afirman que con la masacre de París responden a los bombardeos sobre Siria-, su líder es Abu Bakr El Baghdadi. La religión y la política mezcladas en la peor de sus acepciones. Si alguien pretende extraer el elemento religioso de esta guerra, no sabe de qué está hablando.

Manuel Avilés es el autor del libro «El terrorismo integrista. ¿Guerras de Religión?». Edit ECU. Alicante 2006