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Bartolomé Pérez Gálvez

De potestas, auctoritas y personas buenas

Andamos inmersos en un embrollo monumental. Del bipartidismo PP-PSOE a la atomización extrema o, si les gusta más el eufemismo, a una especie de bipartidismo plural. Al final de la milonga, la historia acaba reduciéndose a opciones similares a las de siempre aunque con más socios que contentar. A priori no es una situación mejor ni peor, sino cualitativamente distinta. Incluso podría ser apasionante si en realidad existieran políticos de nivel en este país, que está por ver. Ahora bien, seguimos con las franquicias -Ciudadanos y las distintas versiones locales de Podemos- y no llegamos a abandonar la irracional diferenciación entre las dos Españas.

Aquí siempre hemos jugado a lo mismo: evitar que gobierne el que peor nos cae. Con tal de conseguir apartar a unos u otros del poder, aceptamos todo tipo de ajustes ideológicos. Así llegaron a la presidencia Aznar, Zapatero o Rajoy. Ahora es Pedro Sánchez quien busca apoyo en el filibusterismo político, en defensa de su legítima ansia de poder. Lo tiene complicado. Como le ha recordado Pablo Iglesias, los suyos no le quieren. Y es que, después de su histórico fracaso electoral, el madrileño no ofrece garantía de estabilidad ni a su propio partido. Susana Díaz, flanqueada por Guillermo Fernández Vara y Emiliano García Page, ya le ha recordado quién manda en el PSOE. No se trata de un trío cualquiera, sino de los únicos que han conocido la victoria entre las filas socialistas.

La maraña apenas ha comenzado a liarse. En este contexto, Iglesias ha lanzado la propuesta de que España sea presidida por un candidato de prestigio e independiente. Por supuesto que este país precisa, hoy más que nunca, alguien con la suficiente auctoritas para dirigirlo. Lo de la potestas ya ha quedado claro, en más de una ocasión, que solo sirve de argumento para legitimar la estupidez humana. Prueba de ello es que sea tan complicado encontrar a quien cumpla estos criterios entre los 350 diputados elegidos el domingo pasado. Siendo benevolente, dudo de que dispongamos de más de una cincuentena de hombres y mujeres de cierta reputación social en el Congreso. Tampoco en el Senado cabe esperar mejores resultados. Seguro que serán buena gente en lo personal, pero sin pedigrí que garantice la capacidad y virtud necesarias para regir los destinos de esta nación.

Así pues, el mirlo blanco habría que buscarlo fuera del ámbito parlamentario. Algo que, por cierto, sí es factible. Sea por la razón que fuera, la Constitución no exige que los aspirantes a la presidencia del gobierno dispongan de un escaño en la Carrera de San Jerónimo. Los representantes son precisamente eso: aquellos en quienes delegamos a la hora de adoptar decisiones. No hay motivo alguno para dar por hecho que los candidatos deban salir de entre ellos.

Cuando menos en parte, comparto la idea de Pablo Iglesias. Estoy totalmente de acuerdo en la necesidad de tener en La Moncloa a alguien que, además de votos, disfrute del respeto de los ciudadanos. Por mucho apoyo electoral que se obtenga -la potestas a la que me refería-, ya está bien de otorgar carta blanca a quien no llegue precedido del reconocimiento social, de esa auctoritas que ahora reclamamos. Otra cuestión es que el concepto de independencia ideológica de Iglesias es un tanto peculiar. El candidato debería asumir el proyecto político de Podemos, incluyendo el referéndum catalán o la derogación del principio constitucional de equilibrio presupuestario. No veo dónde estaría la independencia a la que se refiere.

Buscando soluciones a la excesiva fragmentación parlamentaria, se ha hipotetizado un pacto a la alemana. En el momento actual, esta posibilidad parece descartada. Ni Rajoy es Merkel, ni Sánchez se asemeja al secretario general del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), Sigmar Gabriel. Tampoco los españoles somos tan fríos y pragmáticos como los germanos. En consecuencia, ese posible pacto de gobernalidad entre los dos partidos más votados muere antes de ver la luz.

Queda la opción de dirigir la mirada hacia Italia -ojo con acercarse a la visión rupturista de los griegos- y, salvando algunas diferencias nada intrascedentes, recordar el ejemplo de Giorgio Napolitano. El ex-presidente italiano apostó, en su primer mandato, por un gobierno tecnócrata dirigido por Mario Monti. Luego aceptó renovar el cargo a petición de un parlamento tan disgregado como el español. Tuvo que lidiar con una situación bastante similar a la nuestra. Incluso debió llamar a capítulo a los distintos grupos políticos, en sede parlamentaria, por su incapacidad para llegar a acuerdos de estabilidad. De todo hubo en un bienio de difícil equilibrio, pero a la vista está que Italia no acabó abocada al fracaso que cabía esperar en 2013. O sea que el modelo italiano, al que se asemeja, en cierto modo, la propuesta de Iglesias, no parece tan mala idea.

La cuestión no estriba solo en encontrar un primer ministro que organice todo este caos. Cada uno tiene que hacer sus deberes. Por ello es obligado reclamar el protagonismo de un jefe del Estado que ejerza como tal. Napolitano lo era y actuó en consecuencia. Cuando llegue el momento -y resta poco para ello- Felipe VI deberá demostrar cuál es su papel en la política española. Para bien o para mal, la continuidad de la monarquía también está en el alero. Y hasta un republicano convencido puede acabar reconociendo la utilidad de esta institución, si el Borbón mejor formado de la historia sabe jugar bien sus cartas. Lo dicho, vivimos un momento apasionante.

Resulta evidente que de este galimatías no salimos sin que se produzca un cambio más global en la sociedad española. O todos movemos ficha, o no avanzamos. Abraham Maslow, uno de los padres de la psicología humanista, diría que es la hora de las personas buenas. Dejó escrito que ninguna reforma social, programa o ley consiguen ser eficaces si la gente no tiene capacidad de entenderlas y ponerlas en práctica. Maslow defendía que solo las personas buenas tenían esta capacidad. Se refería a quienes son responsables de sí mismos y de su propia evolución; en otros términos, aquellos que llegan a ser plenamente humanos. Sin personas buenas no es viable una sociedad buena, que lo uno es condición sine qua non de lo otro. Y es aquí donde nos toca mojarnos a todos.

Nadie nos va a sacar las castañas del fuego si no asumimos que somos dueños -y, en consecuencia, responsables- de nuestro propio destino. Lo somos como individuos pero también como nación. Y esa batalla no corresponde únicamente a los políticos. Es la nuestra.

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