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Tribuna

Progresía e inacción o cómo flotar y no morir en el intento

La denominación de «partido conservador» parece justificada histórica y socialmente porque ha habido, y hay, partidos en los que su ideario está construido desde la conservación de costumbres, por un lado, y, parejo a ello, aunque a veces olvidado, desde la conservación de los privilegios que las clases, y especialmente los grupos dominantes, tienen conformados en modo de vida. En España, el partido conservador por excelencia, con un gran apoyo social, mediático y financiero, es el PP. Un reciente ejemplo de ese conservadurismo del PP es el goteo incesante de casos de corrupción, pues si bien los populares parecen ir apartando a investigados por estos delitos, el PP no muestra un cambio en su estructura que permita prever e impedir dichos casos de corrupción y, así, proteger a los ciudadanos. Y puestos a conservar, incluso parece que ponen en conserva a alguna «gran jefa» de la política valenciana escondiéndola en la Diputación Permanente del Senado. El pensamiento estructuralista que gobierna la mente nos lleva a entender un concepto oponiéndolo a otro, así, al igual que para conocer el bien necesitamos oponerlo al mal, para mejor definir y entender un partido conservador necesitamos oponerlo a un partido progresista, progresista en las costumbres y progresista en el deseo de cambio de los grupos privilegiados. En España, tradicionalmente ha sido la izquierda la abanderada de la progresía, con un gran apoyo, también, social, mediático y financiero.

Sin embargo, si nos dejamos de denominaciones y pasamos a los hechos, podemos cuestionar la identificación de la izquierda con el progreso social. Esta identificación de izquierda y progreso que suele hacerse en España, especialmente entre los propios autocalificados de «progresistas», llega en ocasiones al absurdo de calificar una medida de «progresista» no porque suponga un cambio y avance para la sociedad, sino que es progresista porque la dice un progresista, y como «progresista soy yo», la medida es progresista. Por ejemplo, los nacionalismos propios del siglo XIX, con estertores misérrimos en las vergüenzas del siglo XX, son recuperados desde el pasado por los partidos de izquierda como si de progreso se tratara, cuando, en realidad, constituyen viejas ideas edulcoradas con el fin de conservar los privilegios de determinados grupos sociales, como bien se ha demostrado en Cataluña con la desarticulación y transformación del partido de Jordi Pujol. Lo curioso, insisto, es que ideas y planteamientos conservadores, e incluso reaccionarios, sean esgrimidos por supuestos partidos izquierdistas queriendo reivindicar con ello el avance y progreso social, aunque sea un avance y progreso social que suponga volver al pasado. La apropiación, indebida, del progreso por parte de los partidos dichos de izquierda tiene estas cosas, absurdas, evidentemente. Otro ejemplo, más liviano, de progresismo reaccionario lo podemos encontrar en la política local alicantina. El gobierno tripartito que dirige la ciudad no duda en autocalificarse de progresista, especialmente por lo que de cambio respecto a los gobiernos del PP supone. Sin embargo, podemos cuestionar fácilmente la progresía de su ser. Tras 8 meses de gobierno «progresista», ¿en qué ha cambiado la ciudad? Mi valoración es tendente a 0, es decir, en nada, pues los grandes temas siguen sin resolverse: Ikea, Renfe, puerto, conexiones con aeropuerto, política turística, política industrial, política económica y de empleo, veladores, etcétera, incluso las pequeñas cosas (pero importantes para los afectados), como la pecera, siguen sin resolverse, lo que hace que la ciudad siga siendo, para nuestra desgracia, la ciudad de las ocasiones perdidas.

Es más, últimamente parece que en lugar de cerrar alguno de los temas abiertos en la ciudad, se abren nuevas ideas, como la peatonalización de la Explanada, para que siga cayendo en el cajón de todo aquello que podía ser y no es. Durante mi época de gestión de la Universidad, conocí a un colega que me explicó lo que llamaba la teoría del flotar. Me comentó que él nunca tomaba decisiones importantes, de esa forma, decía, no se granjeaba enemigos ni era puesta en entredicho su forma de actuar, lo que le permitía seguir flotando en el mar de la política universitaria sin que nadie quisiera hundirlo. La inacción del gobierno municipal a la hora de tomar decisiones con temas importantes para la ciudad me recuerda a esa teoría del flotar, de la que Rajoy parece tener su propia versión, pero esa es otra historia.

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