El trigésimo sexto cumpleaños de nuestra Carta Magna parece girar en torno a dudas sobre su capacidad para integrar la voluntad nacional de un proyecto común.

La posible quiebra del consenso constitucional de 1978 se sitúa en torno a tres grandes cuestiones: la distribución territorial del poder; los sistemas de elección de los representantes y la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos; y el papel de la Corona y su línea sucesoria. Dejo a un lado las voces que reclaman un nuevo periodo constituyente, en la medida en que por complejos que sean nuestros problemas como Nación, no concibo, desde la razón, motivos para una revolución que nos obligue a empezar de nuevo a construir nuestro sistema de convivencia, ni tampoco que, de existir ese punto cero, fuera más capaz de superar los complejos, debilidades y desavenencias de los últimos siglos en nuestro país.

Los que vimos y participamos en la génesis de la Constitución de 1978 sabemos que fue necesario hacer acopio de los mejores valores de nuestra sociedad, hasta darles forma y crear la Constitución más innovadora en el panorama de los países democráticos, con vocación de permanencia, pero con mecanismos para introducir modificaciones que consolidan toda Carta Magna a lo largo del tiempo. Tal es así, que tuve el honor de firmar el Pacto Parlamentario entre todos los grupos políticos que dio paso a la primera reforma de la Constitución en 1992, luego vendría la reforma del año 2011 para garantizar el principio de estabilidad presupuestaria. Es lo normal en un sistema democrático estable.

De ahí que entienda que lo primero es analizar a fondo las causas que provocan esa imperiosa necesidad de modificar la Constitución española, hacia dónde queremos dirigir estos cambios y cuál será el método que nos permita alcanzar el consenso social que debe subyacer tras un pacto constitucional.

El centro de la cuestión, a mi juicio, se plantea del siguiente modo: la crisis económica, más grave desde la II Guerra Mundial, genera una crisis de confianza en las Instituciones que aparecen no solo incapaces de gestionar convincentemente la situación, sino que ponen de manifiesto su participación en las causas remotas de la situación de empobrecimiento y desempleo por incompetencia, en muchos casos, por corrupción en otros y en ocasiones por interferencias entre diferentes ámbitos de poder.

Ahora bien, lo que más nos debe preocupar no son las enfermedades democráticas, sino que se ponga en duda que un sistema democrático sano es capaz de digerir y generar ideas y acciones para aceptar la realidad y efectuar todos los cambios precisos. Si se niega esta facultad de regeneración del sistema democrático y se pone en entredicho su capacidad y legitimidad para hacerlo, nos encontraremos necesariamente ante la exigencia social de un cambio total del entramado institucional a favor de no se sabe qué solución. No estando de acuerdo con esta premisa, lo que me parece más seguro es que si la sociedad no reacciona y no genera sus propios mecanismos inmunológicos, aparecerán los demagogos, los simplificadores, las plataformas de soluciones contundentes y directas o los «falsificadores» que se sitúan en posiciones extremistas y exageradas, que desprecian la innovación y la reforma. Éste magma de reacciones dudosamente democráticas y claramente inútiles se proyectan fácilmente sobre una sociedad que está desilusionada y con escasa esperanza, que reclama castigos y ejemplaridad y que no observa reacción de los líderes sociales y políticos, atenazados por el miedo a la complicada situación y por un evidente complejo de culpa.

Ahora es cuando hay que recordar que solo la democracia y sus Instituciones tienen suficiente capacidad de generación y renovación de la vida pública, pero la sociedad desea y necesita percibir que las cosas no serán iguales y que existen liderazgos políticos y estratégicos para gestionar los nuevos tiempos.

Es más, es el momento de reivindicar la Política con mayúsculas, en la medida en que la política solo tienen sentido si es un instrumento de la democracia. Las dictaduras o los regímenes totalitarios utilizan otros medios, pero no es política. La política va ligada al ejercicio del poder y este solo alcanza legitimidad cuando se ejerce desde valores y procedimientos democráticos.

Las voces que reclaman un cambio radical del entramado institucional saben que cuentan con cierta simpatía, en la medida en que vivimos una época de sociedades muy reivindicativas, pero nos parece más sensato concluir con G. Sartori, «? que para progresar es necesario avanzar recordando, al menos los errores. El novismo prospera en la ignorancia, desprecia la que parece humilde tarea de intentarlo una y otra vez y premia la exageración, receta casi infalible de la derrota».

A la vista de estas reflexiones anteriores, mi punto de partida, al contrario de esas posiciones extremas, está ligado a una renovación de la vida pública desde las propias instituciones democráticas, orientando nuestras propuestas desde valores éticos, cívicos y constitucionales, reivindicando la política como instrumento fundamental de la democracia y reclamando el pacto y el consenso como piedra angular de la estabilidad institucional y método inexcusable de toda reforma para la renovación de la vida pública.

El mayor valor de la Constitución Española de 1978 es que mediante el pacto, donde todos dejamos parte de nuestras posiciones en favor de un acuerdo para todos, el pueblo español fue capaz de devorar cuatro siglos de cuentas pendientes consigo misma. Este inmenso logro sin precedentes en la historia de las democracias ha producido el interés de los analistas políticos que, como Alain Minc, se preguntan todavía cómo fue posible pasar de una obsesión secular por el declive a un inesperado espíritu de concordia, capaz de superar hasta las fugaces, aunque duras, dificultades actuales.

No encuentro otra respuesta que haber sabido identificar los valores de nuestra sociedad para inmunizarnos de los demonios sociales ínsitos en nuestro ADN, mediante el pacto. Y, por esa misma razón, estoy convencido que ningún elemento del entramado institucional español cambiará o mejorará si no es el fruto de nuevos consensos. Así de contundente debo decirlo, ninguna reforma de las que precisa España, calará y será asumida como propia por la sociedad, sino es el producto del consenso. Lo contrario será una sociedad en permanente rozamiento, incapaz de generar energía reformadora. Si alguien se siente agobiado que sepa que la Constitución dejó abiertas mil y una ventanas para oxigenarla, pero solo una puerta de entrada: el consenso democrático entre los españoles.