Estamos viviendo unos momentos en que es continua la consigna de que seamos prudentes con el eso uso y disfrute del agua, porque este líquido escasea, el nivel de los embalses están a mínimos, y hay dificultades políticas para seguir manteniendo el transvase que solidariamente es tan necesario. Pero, aunque la situación es muy seria, no seamos tremendistas y recordemos que hace algunos días entre bromas y risas, un grupo de buenos amigos, nos parábamos a hacer una disquisición, sobre un objeto tan necesario en otras épocas en que no existía la nevera con serpentín ni el congelador, como era el botijo. En esta vasija de barro poroso de cuerpo abultado, el agua que en él se almacena se filtra a través de sus poros y en contacto con el ambiente seco del exterior se evapora, produciendo físicamente un enfriamiento. Hasta este punto el grupo de amigos no llegó, ya que todo se quedó paralizado, cuando intentamos diferenciar los orificios del botijo y denominarlos «pitorro» y «pitorrillo», según que fuera la boca más grande por la que se introduce el agua o la más pequeña por la que se extrae. He de reconocer que nunca he sido un experto en beber en botijo ni en porrón, pues siempre he salido malparado, pero ello no implica que reconozca su gran utilidad, sobre todo de niño en el Colegio Santo Domingo, cuando el agua de las fuentes de los patios no era potable, y teníamos que recurrir a la obra de caridad de los trabajadores de la panadería para que nos dejaran beber en su botijo, que por cierto contenía un agua con un agradable sabor a anís. Pero, a cuento de qué ese grupo de amigos que, entre bromas y risas intentaban definir la utilidad de este recipiente. Muy sencillo, fue a raíz de comentarles una noticia que había leído en el diario oriolano de la tarde «El Independiente», de 1892, en la que se narraba que un huertano bebiendo agua «al gallé» se tragó un cuerpo extraño que le costó que travesara su garganta, dando lugar a que después se encontrara mal con la inflamación de la misma y a punto de perecer sin remisión.

Mas, entre bromas y risas, seguimos comentando cosas de hace veinticinco lustros como el anuncio que aparecía de los Baños de Orito, a los que se podía acceder por tren desde la estación de Novelda y el coche de Ramonet. Estas aguas ricas en cloruro de sodio, azoe, hierro y arsénico estaban especialmente recomendadas para la curación de enfermedades femeninas como los trastornos menstruales y otros flujos de afecciones de la matriz. Sin embargo, aquellos que no quisieran desplazarse tenían los Baños de San Antón, para los que se demandaba al Ayuntamiento el acondicionamiento de sus accesos, de igual manera que se solicitaba a la primera autoridad municipal que se regasen las calles, durante el verano, ya que la cuba municipal a principios del mes de julio, aún no había hecho acto de presencia. Pero, las bromas y las risas se trasmutaron en seriedad, al comentar que el agua no fue capaz de extinguir un incendio en la mañana del 15 de julio, en unas barracas a la salida de la calle Muñoz (Mancebería) quedando carbonizada una niña de tres años y sus propietarios en la más absoluta miseria. A pesar de ello, el agua tenía y tiene otras utilidades. Pero de momento, me quedo con aquel gustillo a sabor a anís del agua que los panaderos del colegio nos facilitaban. Eso sí, «al gallé» por el «pitorrillo» y no «por el pitorro», para evitar el chaparrón.