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Jesús Javier Prado

Beauty Spacey

El terremoto que está viviendo Hollywood con los casos « Weinstein-Spacey» es similar a la caída en desgracia que experimentó Tiger Woods en el mundo del deporte, o al del insaciable Strauss-Khan en la alta política internacional. Conductas o acosos sexuales conocidos por el mundillo en cuestión, una vez que dan el salto a los medios se convierten en gigantescas bolas de nieve que arramblan con todo lo que pillan a su paso: teniendo en cuenta la acusación inicial (el actor Anthony Rapp denunció a principios de este mes que cuando tenía catorce años el actor americano intentó-sin éxito- propasarse con él en una fiesta celebrada en 1986), todo el género masculino de la meca del cine y parte del extranjero debe estar acojonado -nunca mejor dicho- por las posibles conductas inapropiadas llevadas a cabo de treinta años a esta aparte. Casi «ná»?

Imposible no recordar el papelón que le llevó a ganar el Óscar en 1999 con American beauty, la película dirigida por Sam Mendes, en donde éste cogía a la clase media americana de la pechera y la sometía a un vapuleo inmisericorde de principio a fin. Y donde Spacey interpretaba a Lester, un cuarentón desengañado y aburrido de su cómoda vida de casa con jardín, barbacoa y esposa pluscuamperfecta, y que sólo encuentra un aliciente que le haga salir de su desidia cuando ve posibilidades de seducir a una rubísima ninfa adolescente, amiga de sus hija, a la que se imagina flotando en un bañera gigante envuelta en pétalos de rosa, icónico cartel de la película que a más de uno y más de dos nos animó a comprar las entradas. A partir de entonces, Spacey ingresó en el Olimpo y no paró: aunque algunos crean que sólo ha hecho House of cards, Kevin Spacey lo bordó previamente en Seven, La vida secreta de David Gale o L.A. Confidencial, convirtiéndose en uno de los mejores pagados de Hollywood. Hasta hoy. Bienvenido al infierno, Kevin: ya no volverás a encarnar a ese cabrón con patas que era Frank Underwood. Y aunque ya estaba terminada, Ridley Scott ha decidido «borrarle» de su última película pendiente de estreno y volver a filmar sus secuencias con otro actor.

El mundo anglosajón es, además, tremebundo para estos asuntos: mientras no den el salto a las portadas de los periódicos bien, pero como lo hagan? te deja laminado para los restos, y algunas veces de manera excesiva: a principios de noviembre dimitía el ministro de interior británico Michael Fallon por haber puesto su mano en la rodilla de una periodista ?¡en 2002! Y de manera más dramática aún, el político galés Carl Sargeant se suicidaba esta semana tras haber sido apartado de su cargo por existir indicios de que podría haber realizado abusos sexuales, aún no desvelados.

Mientras tanto, en el cálido mediterráneo las cosas tienen otro parecer: no hace tanto que vimos las imágenes de todo un presidente de Italia como Berlusconi celebrando orgías en su villa de recreo. Y en otra área de juego, en España vemos cómo alguien como Imanol Aria -»progre» confeso y muy, muy de izquierdas de toda la vida, él - no le falta el trabajo y lo hemos visto de programa en programa haciendo promoción de sus últimas películas, a pesar de haber tenido el dinero en paraísos fiscales y haber hecho las mil tropelías con la producción de esa máquina de hacer dinero que ha sido Cuéntame.

Y ya de sexo ni hablamos, en España esas cosas no existen: aquí nadie de éxito (ni actores, ni cantantes, ni políticos, ni financieros, ni deportistas?) ha tenido jamás de los jamases esas desgraciadas conductas de Spacey y compañía. Y si las han tenido, no hay nadie que haga caso a quien las cuente. ¿Connivencia con los medios, laissez-faire de la sociedad en general, liberalidad pésimamente entendida? Entre el extremismo anglosajón y la miopía mediterránea permanente ¿hay algún término medio posible para estos asuntos? Lo dudo. Y Spacey, más?

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