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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Toros: animales y animalistas

les he contado a menudo que las fiestas populares no son precisamente mi forma favorita de pasar los ratos, dado que las multitudes me provocan espanto y compartir cualquier cosa con otras tropecientas mil personas hace que mi capacidad de admiración se tambalee irrevocablemente. Lo mismo me daría contemplar un concierto del Chiquilicuatre que uno de Karajan redivivo si en vez de en un auditorio -por muy grande que fuese- lo tuviera que escuchar al aire libre, de pie y junto a cien mil almas. Para mí el horror nunca es el vacuii, sino el llenii, dígase como se diga en latín que no creo que sea así.

No hago excepciones. Para mí es un sufrimiento desde pensar dónde aparcar el coche a soportar los empujones y las caravanas a la salida, por no hablar de que la aglomeración me produce más claustrofobia que un ascensor ocupado por un equipo de rugby. Pero claro, hay espectáculos que me desagradan menos que otros y la fiesta taurina es uno de ellos (comparado con un concierto de «Iron Maiden» por ejemplo). A ver, odio la tortura a los animales como el más extremo de los animalistas y aunque renuevo puntualmente por romanticismo mi licencia de caza sólo disparo al aire para espantar piezas, pero los Toros, así con mayúscula, son otra cosa.

En realidad soy un aficionado taurino rarísimo, porque más que gustarme ver corridas de toros -que no acostumbro- me gusta leer sobre liturgias taurinas, entrevistas o biografías de ganaderos o toreros interesantes, ver reportajes sobre ganaderías, repasar grandes faenas de la historia y escuchar al inmortal Chenel «Antoñete». De hecho me enamoré de la Feria de San Isidro retransmitida por lo que era Canal +, por Chenel, el torero del mechón blanco, heredero en saberes de otros ilustres matadores como Sánchez Mejías, Joselito «El Gallo» o Belmonte. ¿Quiero ello decir que rechace las corridas? No. ¿Soy un aficionado de los del Tendido 7? Tampoco. ¿Utilizo muchos términos taurinos en mi lenguaje habitual? Para aburrir.

De hecho veo muchas de las corridas de la Isidrada y en la mayoría no llego al cuarto toro, porque salvo casualidad suelen ser un tostón indescriptible en las que los toreros no se adaptan a los toros o éstos son malísimos, mansos y sin ningunas ganas de agradar. Que, por cierto, comprendo a los toros que pasen del espectáculo, porque tampoco es imprescindible que un bicho de media tonelada acostumbrado a pastos jugosos salga a un redondel al sol achicharrante, le claven cosas por los lomos y encima gratifique a la afición con un ir y venir codicioso bajo la muleta. Bien está lo que bien está y bromitas para quien las aguante, que los hay e incluso a algunos les indultan por su pericia y laboriosidad en la embestida.

¿Se puede no ser amante del espectáculo y sí de todo lo que le rodea? Pues no sé, pero es mi caso, por eso no voy casi nunca a una plaza, jamás he levantado un pañuelo pidiendo la oreja y las pocas veces que he acudido pensando que iba a ver un espectáculo inolvidable -léase carteles con Rafael de Paula, Curro Romero o José Tomás, he bostezado mucho más que escuchando completa y seguida la Tetralogía de los Nibelungos de Wagner. Ya no digamos corridas en fiestas de pueblos, plazas de cuarta, cosos improvisados con cuatro maderos, capeas salvajes, toros embolados y boberías varias, que las considero en otro apartado que directamente no me interesa nada, y no ya por clasismo, sino por educación cultural.

Sin embargo hay en una cosa en la que soy irreductible: sin corridas de toros, como piden los supuestos animalistas, ni existiría el toro de lidia ni un sentir tan hispano, tan racial, tan descendiente de antiguas culturas mediterráneas ya desaparecidas, por eso las defiendo. Es más que posible que a los toros les queden pocos años, porque la presión de los «buenismos», tanto en España como en Europa, van a hacerlas inviables o reducidas a cotos muy cerrados. Seguramente tiene los días contados, tal y como lo conocemos, ese espectáculo de sangre y arena que tanto gustaba a Hemingway. Y no olvidemos que la fiesta tiene un componente trágico: todos los toros mueren; algunos toreros, también. No hay nada tan bárbaro como la muerte presentida, pero algunas veces tampoco hay nada tan emocionante como los regates que hacen a la Parca algunos maestros, capaces de romperse en un pase de pecho o en una entrada a matar al volapié.

A lo mejor me pasa como a Federico Lorca -y, por dios, no me interpreten mal- que no le gustaban especialmente los toros pero adoraba a Ignacio Sánchez Mejías: «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura. Yo canto su elegancia con palabras que gimen y recuerdo una brisa triste por los olivos». Y a mí me gusta mucho el senequismo sentencioso de José Alvarez «Juncal» interpretado por Paco Rabal. Tomen nota.

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