Mi amigo es un hombre de derechas de toda la vida; uno de esos tipos de orden que se alimentan de las incendiarias tertulias del TDT party y que andan por el mundo convencidos de que la izquierda es sinónimo de colectivizaciones comunistas y de desastres patrióticos. Como lo cortés no quita lo valiente, a este compañero de charlas de bar le debo alguno de los análisis más duros sobre el PP que he escuchado nunca; no he visto a nadie tan contundente como él a la hora de criticar los desastres cometidos por cualquier administración popular. Es un espíritu libre, que siente vergüenza por los casos de corrupción y que se indigna cada vez que el partido mete la pata en algún asunto importante. A pesar de sus esporádicas crisis de fe, este singular personaje no tiene ni la más mínima vacilación política y cada vez que llegan unas elecciones acude disciplinado al colegio y vota siempre al Partido Popular. Le da exactamente lo mismo que el candidato sea un genio de la política, un descerebrado incompetente o un mangante peligroso capaz de robarles el dinero a las monjitas del asilo.

La existencia de unos cuantos millones de ciudadanos como éste ha hecho posible uno de los fenómenos más inexplicables de la política española de los últimos años: la solidez electoral de un partido que ha cosechado en la calle altísimas cotas de rechazo social. Ahí está, sin ir más lejos, el ejemplo de la Comunitat Valenciana, en la que el Partido Popular sigue siendo la formación más votada, a pesar de haber arrasado el país durante dos décadas con una letal combinación de casos corrupción y de gestión delirante.

La explicación de este milagro de supervivencia no es otra que la fragmentación del voto de la izquierda. Desde los lejanos tiempos de la Transición, la tradición política española obliga al votante progresista a enfrentarse con una larga lista de opciones del mismo signo ideológico, a analizar los matices más sutiles de una serie de propuestas, que van desde el PSOE a Podemos, pasando por Izquierda Unida y por una gran variedad de formaciones nacionalistas de ámbito territorial. A un lado de la raya todo son certezas y en el otro, el personal vive instalado en la duda permanente.

La rapidez con la que está evolucionando el mapa de la política nacional está acabando con una situación que suponía una anómala descompensación. Al PP se le acaba el chollo de las unanimidades y por primera vez en su historia se enfrenta con una competencia potente de la mano de Ciudadanos y de Vox. La derecha empieza a probar la misma amarga medicina que la izquierda ha estado tragándose durante décadas y los resultados de esta nueva correlación de fuerzas son absolutamente imprevisibles. La desorientación reinante en la actual cúpula popular es un síntoma claro de que no estaban preparados para este nuevo escenario. Los bruscos bandazos del equipo de Pablo Casado en cuestiones como la inmigración o el problema catalán nos demuestran la incomodidad de un partido que se enfrenta al final de una plácida temporada de monopolio ideológico.

Esta transformación llega en un periodo político especialmente complicado, cuando el país se enfrenta a una auténtica cascada de citas electorales: elecciones andaluzas, europeas, municipales, autonómicas y unas generales que pueden llegar en cualquier momento. Los resultados de estos comicios nos darán un diagnóstico claro de las consecuencias de la inédita división del voto de la derecha, pondrán en blanco sobre negro la capacidad de Ciudadanos para desplazar al PP y resolverán las dudas sobre el verdadero tirón de un partido de ultraderecha como Vox, que intenta trasladar a España los brutales mensajes de Donald Trump o de los diferentes líderes xenófobos de países de la Unión Europea.

Ejerciendo con maestría su papel de pitufo gruñón de la política española, José María Aznar definía perfectamente la situación: «yo legué un gran partido unificado de derechas y ahora hay tres». Si el expresidente de Gobierno es un hombre dado a la antipatía y a la irritación permanente; en su defensa hay que subrayar que en este asunto concreto tiene motivos más que sobrados para esgrimir el más ceñudo de sus cabreos.