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Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma

"Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma". Así definió Churchill a Rusia, en 1939. Y así, salvando todas las distancias, podríamos describir las crisis que nos acechan. Una crisis sanitaria que ha inducido una feroz, profunda y brutalmente expansiva crisis económica, sobre el fondo de una crisis climática, que parece estar en el origen de la pandemia, y que nos aguarda, visiblemente agazapada, en nuestro horizonte próximo, cuando creamos que el acertijo se ha dejado descifrar y el misterio resulte estar aparente y parcialmente conjurado. Baste con decir que en unas pocas semanas el número de desempleados ha crecido más en Estados Unidos que durante los primeros cuatro años de la Gran Depresión de 1929, y que 2020 será el primer año de caída del PIB mundial desde la Segunda Guerra Mundial. Nos enfrentamos, por tanto, no a una más de las múltiples crisis económicas y sanitarias que han jalonado, desde sus orígenes, el siglo XXI, sino a un cambio de paradigma, a una crisis civilizatoria, con las armas de un mundo, el mundo en el que habíamos vivido hasta ahora, que ya es un mundo de ayer, obligado, a afrontar inaplazables cambios.

En algún momento, como en cualquier crisis traumática, la vida, dulce y obstinada, se abrirá trabajosamente paso, y volverán sus domingos, y olvidaremos que, por un tiempo, vivimos empozados. Entonces, sin embargo, será también el tiempo de recordar lo que esta triple regresión nos ha dejado entrever: lo invisible o postergado, inopinadamente y, de repente, aflorado bajo una luz muy viva.

Porque todo y para todos ha cambiado. Nuestra forma de vivir, nuestros hábitos íntimos, nuestras economías atascadas, nuestra política dividida y divisiva, nuestro consumo en suspenso, nuestros abrazos aplazados, nuestros proyectos personales en flotación, nuestro horizonte cegado, nuestro miedo a la extinción propia y a la de nuestros próximos.

Creíamos merecer el dominio de la naturaleza, obedeciendo un mandato sobrenatural o a consecuencia de nuestro dominio técnico, y la naturaleza prepara, ya sin mucho sigilo, su impersonal venganza ante la muerte del nacimiento. Creíamos, o nos hicieron creer, que estábamos en vísperas de la muerte de la muerte, o de su radical postergación, y he aquí que un diminuto virus nos devuelve a nuestra fragilidad esencial, al espanto de la vulnerabilidad irremisible. Creíamos que en nuestras relaciones sociales, en nuestros vínculos colectivos, las jerarquías ocupacionales se distribuían de acuerdo con algún criterio de justicia o de mérito, y resulta que la textura material de nuestra vida reposa en muchas actividades, ahora consideradas esenciales, socialmente desvalorizadas, mal pagadas y precarias, cuando no gratuitas o consideradas improductivas, como los "cuidados". Por si hacía falta, una vez más, proclamar la utilidad de lo inútil, el valor de lo supuestamente improductivo.

De modo que, cuando esto pase, no deberíamos olvidar a quienes en este trance, desde el anonimato, han resultado ser los verdaderos héroes. Por supuesto, a aquellos que han perdido a algún ser querido, tantas veces nuestros padres y abuelos, sin el consuelo recíproco de los últimos besos y saludos. Y a la mayoría de la población que, de forma ejemplar, se ha mantenido confinada, bombardeada por inquietantes noticias, con el único consuelo del aplauso compartido y unánime de las ocho de la tarde. Pero, sobre todo, a los que en la primera línea han soportado, con alta exposición a la posibilidad de enfermar y sin medios de protección suficientes, los embates de la crisis: sanitarios, personal de residencias y de los servicios sociales, trabajadores de los servicios esenciales (alimentación, farmacias, limpieza pública), agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, miembros de las fuerzas armadas, padres y cuidadores confinados, niños sin los brazos y los abrazos de sus abuelos.

Ahora bien, si alguna lección elemental podemos extraer de la pandemia, como nuestras propias vidas atestiguan, no es otra que la importancia de disponer de un sistema sanitario engrasado y bien dotado en material, atención primaria, servicios hospitalarios, higiene pública, salud preventiva y educación de la población, que forzosamente demanda una inversión suficiente en investigación y en formación de médicos, enfermeros y sanitarios en general, con centros de enseñanza y universidades que puedan dar cabida a más vocaciones de servicio público. Y si convenimos que la actual crisis sanitaria tiene un carácter de aviso definitivo, tras las sucesivas advertencias de las dos últimas décadas, me pregunto en qué han quedado los argumentos de quienes, en la polémica sobre la implantación de Medicina en la Universidad de Alicante, sostuvieron que en España ya había demasiados médicos.

Más allá del sistema sanitario, no obstante, lo que esta crisis de crisis ha reivindicado es la centralidad de lo común, de lo público, tan denostado hasta hace bien poco, tan sujeto a desmoches desde la crisis de 2008, tan desacreditado como lento y adiposo, tan falsa y falazmente opuesto al sector privado, respecto al cual el público ejercería no un impacto dinamizador y positivo sino un efecto expulsión.

A día de hoy, sin embargo, como muestran, por ejemplo, los datos del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, a los que me he referido con profusión en los últimos años, los tan necesarios incrementos de productividad requieren de recursos humanos, cuya formación reposa mayoritariamente en el sector público. De igual modo, siempre que tuve ocasión me reafirmé en la idea de que los países avanzados no invierten en I+D+i porque son ricos, como si se tratara de un lujo prescindible, sino que son ricos precisamente porque invierten en ciencia e investigación y desarrollo, dependiendo el grueso de la investigación básica o inicial de fondos públicos. Me parece evidente, así mismo, que el cambio de modelo productivo al que nos vemos abocados y la transformación de nuestro tejido empresarial requiere de una colaboración estrecha entre el sector privado y el público, que induzca la aplicación de nuevos conocimientos y de tecnología a la gestión de las unidades productivas y una mayor productividad y eficiencia de una administración desburocratizada y despolitizada; vale decir, más ágil y flexible, adaptada a un terreno cambiante, y menos dependiente del clientelismo político o de un "capitalismo castizo" y extractivo, tal como lo definió memorablemente César Molinas.

Andreas Schleicher, el director de Educación de la OCDE, por ejemplo, acaba de afirmar: "El futuro de nuestros países depende de la educación; las escuelas de hoy serán la economía de mañana". Y el Financial Times, no precisamente crítico con la iniciativa privada, editorializó recientemente: "Habrá que poner encima de la mesa reformas radicales, invirtiendo la dirección imperante en las cuatro últimas décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Tienen que ver los servicios públicos más como inversiones que como una mera responsabilidad, y buscar formas de que los mercados laborales no sean tan inseguros. La redistribución estará de nuevo en la agenda; los privilegios de mayores y ricos se cuestionarán. Políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como una renta básica o impuestos a los grandes patrimonios, tendrán que tenerse en cuenta".

El papel y la forma de funcionamiento de las universidades públicas también deberá sujetarse a transformaciones de calado ante la incertidumbre inherente a una situación en la que lo único seguro es la ausencia de certezas y los súbitos giros de acontecimientos inesperados. No podemos permitirnos que la crisis sanitaria provoque una crisis en la educación. Es necesario un llamamiento a la comunidad educativa para hacer frente a los retos de la educación y una política educativa valiente y comprometida.

Poco antes, por ejemplo, de que se decretara el estado de alarma en el país, el 13 de marzo una resolución rectoral de la Universidad de Alicante estableció la impartición provisional de toda la docencia, de manera no presencial a partir del 16 de marzo de 2020, indicando que durante el período de suspensión se mantendrían las actividades educativas a través de las modalidades a distancia y «on line», siempre que resultara posible.

Dicha resolución fue aprobada por el Consejo de Gobierno de la Universidad de Alicante de 30 de marzo, la primera reunión telemática de su historia, en el que destaqué en mi informe la primacía de la seguridad y la salud en el proceso, y resalté la rápida adaptación lograda para la enseñanza no presencial y la puesta en marcha de un Plan de Continuidad Docente en un tiempo récord. De acuerdo con el Real Decreto-ley 10/2020 aprobado por el Gobierno de España, se establecieron también los "servicios esenciales" de la Universidad de Alicante y se reafirmó que se hiciera extensivo a todo el colectivo de estudiantes el Reglamento de Adaptación Curricular, tanto en lo referente a los procedimientos de desarrollo de la actividad docente no presencial como a los sistemas de evaluación adaptados y alternativos al currículum ordinario, mediante los oportunos ajustes y modificaciones.

Ante la posibilidad de que el Estado de Alarma, decretado por el Congreso de los Diputados el pasado 14 de marzo, se pudiera prorrogar más allá del 11 de abril, como así ha sucedido, y en previsión de que no se pudiera reanudar la docencia presencial, la Consellera de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital y los rectores y rectoras de las universidades públicas valencianas, en una reunión telemática celebrada el 3 de abril, acordaron: mantener toda la docencia en formato online durante lo que resta del curso 2019-2020; desarrollar en cada universidad los procedimientos de adaptación de la evaluación a través de medios no presenciales; y manifestar su voluntad de trabajar de forma coordinada para adoptar las mejores soluciones con el objetivo de garantizar el desarrollo del curso académico 2019-2020 en las mejores condiciones, dadas las circunstancias, garantizando la calidad de la docencia y la atención al alumnado.

Finalmente, el 6 de abril, ante el anuncio de una nueva prórroga del estado de alarma hasta el 26 de abril y la publicación el 25 del mismo mes en el BOE de la resolución del Congreso de los Diputados, autorizando una tercera prórroga, solicitada por el Gobierno, hasta las 00.00 horas del 10 de mayo, de no mediar una nueva prórroga, las anteriores resoluciones rectorales provisionales tomaron un carácter definitivo hasta la finalización del presente curso académico.

Soy consciente de la importante aceleración de estas medidas sucesivas. En menos de seis semanas nos vimos forzados (el Consejo de Dirección y el Consejo de Gobierno, la Conselleria de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital y los rectores de las Universidades Públicas Valencianas) a adoptar rápidas decisiones en un clima de aislamiento, sin tiempo para convocar los organismo de control ordinarios y debatir fluidamente y con sosiego las disposiciones a tomar, y sin tener certeza de contar con medios informáticos suficientes para sostener la carga de todas las demandas. Sometidos a una presión que no parece necesario resaltar, tuvimos que acompasar nuestras iniciativas a las directrices emanadas de los Gobiernos Central y Autonómico, a su vez acuciados por el rápido transcurso de acontecimientos de trayectoria indócil, no fácilmente previsibles.

Soy consciente también de los problemas que afectan a no pocos estudiantes: incertidumbre ante los nuevos métodos de enseñanza y evaluación, carencia o insuficiencia de medios tecnológicos o de conexión adecuada a Internet, temor a perder el curso, a un rendimiento escaso o a una formación inconveniente, enclaustramiento claustrofóbico, secuelas psicológicas, viviendas poco adecuadas para la concentración que requiere el estudio, tal vez la misma enfermedad, propia o de personas próximas, respuesta inadecuada o insuficiente en algunas asignaturas. Miedo y depresión silenciosa.

Y de los que afectan a todo el profesorado, dado el sobreesfuerzo que representan los nuevos métodos de docencia, el rediseño de los objetivos y el aprendizaje y el despliegue de las tecnologías que los hacen posibles. Singularmente en el caso de aquellos que, adaptados a una universidad presencial, de repente se han visto abocados a una repentina transición en la que no solo han tenido que delinear nuevas orientaciones para la enseñanza de sus asignaturas, sino a usar unas tecnologías para cuyo empleo no estaban suficientemente preparados.

Y de los que afectan a los diferentes servicios de la universidad que han debido adaptarse al trabajo a través de la sede electrónica, en especial a los servicios esenciales, al servicio de informática, ejemplar en su actuación y dedicación; al servicio de prevención dispuesto a tomar medidas de cautela primando la seguridad y salud de toda la comunidad universitaria.

A todos ellos y ellas, como al resto de trabajadores que cumplen funciones útiles y esenciales en la universidad, quiero agradecer su compromiso, su implicación para dar continuidad a las tareas que tenemos encomendadas: la docencia, la investigación, el contrato que nos une con nuestras sociedades de referencia, la solidaridad. Y pedirles disculpas si se han sentido atropelladas por la premura en las adaptaciones que se les demandaba. Pero también que entiendan que cuando la realidad galopa, las decisiones para afrontarla no pueden seguir al paso, acomodadas al ritmo de las buenas y muy necesarias condiciones comunes.

Se nos juzgará por los resultados. Y a tal fin, quiero asegurar que para las universidades los estudiantes son su razón de ser, que su seguridad y su salud, pero también su formación, son prioritarios, y que se velará para que no se vean afectados ni perjudicados por sucesos de los que no han sido responsables, sin que por ello se resienta la moral del esfuerzo y del mérito.

También los grupos de investigación de la Universidad de Alicante no solo han proseguido con sus tareas en condiciones difíciles, sino que se han implicado en la lucha contra el COVID-19, con aportaciones significativas en todas las ramas del conocimiento y donaciones de todo tipo de material, en muestra del compromiso de nuestra institución con la sociedad en la que se inscribe.

Un compromiso redoblado por la puesta en marcha del Programa de Voluntariado de Emergencia Social Colectiva, una iniciativa impulsada desde la UA al poco tiempo de la declaración del estado de alarma, en respuesta a la situación de crisis , y que involucra al conjunto de la comunidad universitaria como colectivo estratégico por su especialización, así como otros miembros de la comunidad universitaria para labores de acompañamiento y asistencia a personas en riesgo o situación de vulnerabilidad y exclusión social.

La Universidad de Alicante tiene razones para sentirse orgullosa de sí misma. En condiciones sobrevenidas y adversas, ha conseguido proseguir sus tareas esenciales sin graves disfunciones, y se apresta a afrontar el inmediato futuro implementando medidas de seguridad adicionales, y preparándose para un nuevo modelo de universidad, que previsiblemente será bimodal, presencial y on line, lo que requerirá una adaptación progresiva de docentes y discentes en la enseñanza superior y la potenciación de las herramientas tecnológicas que faciliten la docencia combinada.

Estoy seguro de que lo conseguiremos, porque todo cambia, pero algunas cosas no cambian, o cambian muy lentamente. De hecho, casi sin darnos cuenta y como en tantas otras profesiones, ya trabajábamos de modo bien diferente al de hace pocos lustros, de modo que esta crisis no hace sino acelerar una transición ya iniciada. Lo que no ha cambiado, sin embargo, es nuestra voluntad de saber y nuestra vocación de servicio público, los ingredientes centrales de nuestro oficio. Y ojalá que nunca jamás cambien. Por el bien de la Sociedad.

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