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Toni Cabot

Postales del coronavirus

Toni Cabot

Latidos al amanecer

Amaneció con sol brillante y cielo pintado de azul. El mar, una balsa iluminada. Hasta la montaña se desperezó más verde y acogedora que nunca. Así lo vimos todo ayer, hasta el punto de que me atrevería a afirmar que, realmente, vivimos como Dios manda el primer día de primavera, un mes y medio después del arranque oficial. El paisaje cobró vida al ritmo de trote, con mucha gente, por fin, pedaleando por las carreteras del interior y otra tanta acelerando el ritmo con sus piernas al lado del Mediterráneo.

A Joseba Betzuen, un jubilado vasco que vive gran parte del año en su Vizcaya natal, le cogió el estado de alerta en Alicante, concretamente en su segunda vivienda: un sexto piso de la calle Virgen del Socorro, justo enfrente del Postiguet. Como cada día, de buena mañana, dio el parte a sus hijos, Leire y Ander, que sufren el confinamiento en Euskadi: «Os echo de menos, pero tened claro que soy el más afortunado de todos, pues me ha tocado pasar esta dura etapa en el mejor lugar del mundo».

En el balcón, con el móvil pegado a la oreja, Joseba tenía ante sus ojos poderosas razones para expresar su renovado estado de ánimo. Hace casi medio siglo entró por vez primera en el Raval Roig y, desde entonces, ha cambiado varias veces de piso, pero nunca de calle. Es un enamorado de Alicante y, posiblemente, el mejor embajador que pueda tener esta ciudad en Bilbao, donde, a la menor oportunidad, describe con todo lujo de detalles la luz que ilumina la «terreta». Además, suele adornar su pausado relato con una leyenda que él mismo ha acuñado. «¿Sabéis por qué el sol siempre luce de forma especial y nunca abandona Alicante?», lanza a modo de pregunta para captar la atención del interlocutor un instante antes de dar rienda a la respuesta: «Pues porque duerme detrás del Castillo de Santa Bárbara».

Todo esto, les contaba, lo expande por Bilbao porque, para quien no lo sepa, Joseba Betzuen fue un buen jugador de fútbol de los años sesenta y setenta, que militó en el Athletic Club y en el Hércules en Primera División. Por esa condición, le invitan de tanto en tanto a algún programa deportivo en las televisiones locales vascas, junto a leyendas como Iríbar, Javier Clemente o Txetxu Rojo, y no pocas veces el periodista que modera el debate ha tenido que cortarle con la misma advertencia: «Pero tú ¿a qué has venido aquí, a hablar del Athletic o del sol de Alicante?».

Esto viene a cuento porque, como les decía, Joseba se despertó ayer con el ánimo renovado. Admite ser un privilegiado al levantarse todos los días viendo el mar azul y el cielo luminoso, pero el Paseo de Gómiz que bañan las aguas de enfrente acumulaba últimamente demasiado tiempo inerte, sin vida por su acera. La cuarentena había mutilado la estampa de siempre, la belleza natural aparecía sin alma; por primera vez en Alicante, el mar veía cómo la vida le daba la espalda. Hasta ayer. La etapa prólogo de la desescalada, que permite el ejercicio individual al aire libre desde las 6 de la madrugada hasta las 10, devolvió el sonido de los latidos cerca de la fina arena. Al alba, las sombras se iban acercando como si llegaran a la tierra prometida. Y con ello, por unas horas, el espectáculo volvía a lucir completo.

No han sido cuarenta años de ausencia, solo poco más de cuarenta días, suficiente para que muchos de los que ayer permanecían inmóviles e hipnotizados viendo cómo se asomaba por el Cocó ese sol que duerme en el Castillo, valoren más lo que la naturaleza nos regaló. Tanto como lo valora Joseba.

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