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Toni Cabot

Postales del coronavirus

Toni Cabot

El dimoni, trenta-un

La pandemia ha generado dolor. Mucho dolor. Son multitud los que han sufrido la sacudida de un virus que en marzo comenzamos a nombrar con dificultad y que ahora, de tanto uso, pronunciamos como si llamáramos al vecino. A los desprovistos de protección, ese maldito coronavirus les rebanó todo signo de vida. A otros les fue desfigurando el rostro a base de aislamiento. Esta última epidemia ha entrado en la historia como en su momento lo hizo la peste o el cólera, martirizando vilmente a una generación durante un paréntesis insoportable que no encuentra el corchete de cierre.

Llevo casi tres meses escribiendo estas postales, unas cuantas quedaron estampadas con ese lazo negro que, anudado en la garganta de familiares directos, quebraba la voz rememorando al ser querido que se quedó en el camino. Ayer me tocó a mí. Se fue Consuelo, mi madre, no directamente por la espada del virus, pero sí bajo su imperio, que viene a ser lo mismo.

Echo la vista cuatro meses atrás y la veo con sus achaques, pero sonriendo, alternando su medicación con el régimen alimenticio que le daba la gana. Siempre rodeada de su grupo de amigas, casi todas viudas, que, un día sí y otro también, llenaban el salón de su casa para jugar a las cartas. La algarabía era tal que alguna vez entré y salí de ese cuarto sin que nadie reparara en mi presencia. Diariamente, durante unas horas, aquella partida al chinchón o al «trenta-un», manejando garbanzos y céntimos en calidad de premio, ejercía de generador de energía para media docena de vitalistas ancianas dispuestas a prolongar el hilo del carrete a base de carcajadas desaforadas, comentarios desternillantes, algún que otro insulto sin maldad y mucha encomienda a Sant Antoni entre mano y mano en busca de buena fortuna. Había vida en esa prórroga, mucha energía en un grupo de mujeres entre setenta y ochenta y tantos años, a las que nadie superaba en ganas de vivir. Hasta que irrumpió el «dimoni», un virus que apuñala al instante o se recrea en la tortura.

A partir de ahí cesó el alegre ruido. La luz fue perdiendo fuerza hasta volverse tenue. Día tras día visité a mi madre marcando como frontera la puerta del salón, a tres metros de distancia de su sillón, que se fue tornando más incómodo pese a incorporar más almohadas. Durante las primeras visitas me recibió levantando los brazos bien arriba, pero el recorrido de las extremidades fue perdiendo altura conforme pasaban las semanas. Como su voz, al principio clara, después borrosa, al final susurrante. Sobre ese escenario uno no sabe si la vida se pierde o desaparecen las ganas de vivir. Puede que de todo un poco. Lo cierto es que en ese rincón ya nadie cortaba la baraja ni se repartían cartas, no se escuchaban comentarios desternillantes ni carcajadas desaforadas, como tampoco hubo santo al que invocar. Solo un silencio que evocaba la última partida, aquella en la que Sant Antoni debió hacer treinta, pero el dimoni, trenta-un.

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