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Estado de alarma a la carta. Añorando a Arniches

Esto del estado de alarma a la carta me suena al país de las castañuelas y de la pandereta, donde todo se toma en son de fiesta y frivolidad. Yo creo que sufrimos un vacío literario irreparable, nacieron demasiado pronto quienes podrían ahora ser con justicia y con acierto los mejores comentaristas de la situación presente.

Estando como estoy en Alicante yo no puedo dejar de pensar en Carlos Arniches; y si se me ocurre enchufar la televisión en "presuntas" noticias, entonces ya se convierte en obsesión. Qué pena no tenerle ahora para que nos hiciera una lectura apropiada de lo que estamos viviendo institucionalmente en España. No sería un sainete más lo que habría de escribir, sería el sainete por excelencia pero a lo grande, con todas las mayúsculas. Y al llegar a la función del actual Parlamento necesitaríamos la voz en off de Wenceslao Fernández Flórez con aquel tono de gacetillero en un partido de futbol, solo que con asientos mucho más cómodos, amplios, y de lo más bien dotados.

Sí que es una pena. Ni uno ni otro conocieron nuestro nivel de progreso ni lo que sería después de su muerte la democracia. Así que tuvieron que conformarse con material simple extraído de los sencillos (y casi simples) ambientes sociales que les tocó vivir y de algún que otro desliz político de quienes, sin embargo, eran con carácter general buenos oradores (grandiosos diría yo si, volviendo a Alicante, recordamos a Castelar, aunque algo anterior a nuestros ingeniosos literatos; pero hubo otros muchos). No vivieron la democracia como nosotros, pero sí eran demócratas si nos atenemos a su siempre visión crítica del poder y de quien lo ejerce. Aderezar su crítica con humor, como hacía Fernández Flores en las Acotaciones de un oyente, creo que es prueba de ingenio y de pluma ágil y ocurrente pero, también, de sentido democrático.

No digo que no tengamos ahora plumas excelsas, pero tal vez carecen del humor de los aludidos y en el agobio, o mejor angustia que ahora se vive en plena pandemia, tal vez ellos nos hubieran alegrado un tanto la llevanza de tan tenebrosa realidad.

Lo curioso es que ahora parece estar el mundo del revés y quienes tienen ocurrencias sobre la grave situación en que nos encontramos no son los escritores, sino alguno de nuestros políticos, como acaba de tenerla el presidente del gobierno que parece decir con los brazos abiertos: "pídanme, que yo les doy". ¿Qué tiene ello que ver con la Constitución? A mi juicio, nada o bien poco.

Y lo más curioso de todo: la sed de soluciones que se percibe en la reacción unánime de las voces públicas: Los presidentes autonómicos se apresuran a decir "no está mal la idea, pero por ahora no pido". Los periodistas llaman a los juristas (justamente, me he puesto a escribir porque me han llamado) y se estrujan los sesos para preguntarnos si ello es posible, si tienen o no razón quienes piden reformas legales, si cabe hacer algo aun sin reformas, etcétera. O sea, que todos bailamos al son de la última ocurrencia tomándola lo más en serio posible como si de ello dependiera que nos juzguen de responsables o no. Pero esto no es posible que se tome en serio€

Vengo invocando la Constitución desde marzo, pero a día de hoy sigue sin ser leída. Por ello la resumiré aquí en cuatro palabras: Sin estado de alarma ¿Qué rige o debe regir? La normalidad constitucional, es decir, cada institución trabajando en lo suyo, gobernando o simplemente administrando, pero al pie del cañón, haciendo frente al devenir de los días con sus complejidades. La excepcionalidad del art. 116 de la Constitución, en el que se contempla el estado de alarma, ¿qué supone? Que circunstancias extraordinarias sobrevenidas nos obligan a adoptar medidas que no son normales respecto de la ciudadanía; pero para las instituciones y los poderes públicos no supone solo que adopten esas medidas para el ciudadano, sino que permanezcan más que nunca al pie del cañón y hacerlo a sabiendas de que la responsabilidad que en tiempos normales caracteriza sus actos no queda interrumpida, sino al contrario: el ordenamiento jurídico se sigue aplicando "a rajatabla".

Es así de fácil: a todas las personas nos toca el miedo ante el riesgo de contagiarnos pero también la confianza en nuestros dirigentes a los que no en vano elegimos como mejores, o como menos malos. ¿Qué les toca a ellos aparte de la suerte de gobernar y disponer de medios pecuniarios por encima de la media? Aquello para lo que se presentaron a las elecciones, trabajar por el bien común aceptando, sin embargo, que no han tenido suerte en las circunstancias sobrevenidas. No es fácil gestionar una pandemia, pero ha de intentarse al menos poniendo toda la carne en el asador: el gobierno con todos sus inmensos medios y la oposición con toda la lealtad institucional que le debe caracterizar, pero ejerciendo todos su función.

Claro que tenemos ordenamiento jurídico que nos marca nuestros deberes y derechos ¿por qué ignorarlo y empeñarnos en inventar cosas raras? Si el gobierno no gobierna, el Parlamento no quiere contagiarse y se "autoconfina", y la oposición no existe, no sé en qué país vivimos pero desde luego no es el de la Constitución de 1978; y, puestos al total desconcierto, yo al menos agradecería un poco de humor.

Añoro a Arniches. Añoro a Fernández Florez. Añoro una ciudadanía menos predispuesta a repetir los nuevos vocablos que a cualquiera se le ocurren y con algún sentido crítico (tranquilos, no voy a decir con el gobierno) con todo aquel que ha sido elegido para representarnos y cobra (bien) para ello. A propósito, siendo hoy el día de san Agustin, deseo confesar un grave pecado como universitaria que soy: ayer alguien me mencionó al Ministro de Universidades y no sabía de lo que me hablaba; vamos, que yo creía que no había.

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