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Bartolomé Pérez Gálvez

Moverse por la salud mental

En algún momento de su vida, una cuarta parte de la población mundial presentará una enfermedad mental. Por más que la advertencia se repita año tras año, no pasa de ser una advertencia tan real como de dudosa eficacia para movilizar conciencias. Tampoco parece preocupar mucho el enorme daño económico que generan estas patologías. Nada menos que un billón de dólares anuales, según estima la Organización Mundial de la Salud (OMS). En otros términos, una cifra equivalente al valor bursátil de gigantes como Facebook o a la suma del PIB de Bélgica y Suecia juntas. Cada año y coincidiendo con la celebración del Día Mundial de la Salud Mental se recuerda una situación que, lejos de mejorar, parece estar abonada a un histórico ostracismo.

La magnitud del asunto no debería extrañarnos. Menos aún en un país que, como el nuestro, destaca por ser uno de los que menos inversión realiza en la atención a la Salud Mental. Ahí seguimos con unas de las peores ratios de profesionales registradas entre las naciones más ricas del planeta, grupo en el que el Banco Mundial sitúa España. Con una tasa de 9,7 psiquiatras por cada 100.000 habitantes nos encontramos muy lejos de los 12 de los que disponen otros países con economías similares a la española. Aun así, ya podemos darnos con un canto en los dientes si comparamos con el resto de profesiones. Si el número de psicólogos apenas alcanza a la mitad de la media, los terapeutas ocupacionales no superan el 20% y los profesionales de la enfermería con especialidad en Salud Mental solo representan una octava parte del promedio de los países de nuestro entorno. Nada nuevo bajo el sol, pero el problema sigue ahí. Y crecerá, por supuesto, como efecto secundario a la crisis económica.

Las cifras dibujan una realidad ciertamente desoladora y, sin embargo, hay motivos para la esperanza. Cuestión de aplicar el principio de Pareto –ya saben, elegir opciones de bajo esfuerzo y elevado rendimiento- y abandonar el discurso victimista de la escasez de recursos. Con los años, a un servidor ya no le apetece seguir dando la barrila con la necesidad de incrementar las plantillas. Por supuesto que sería una excelente solución, pero mejor pensar en algo barato que aporte un beneficio exponencial.

Empezando por los pilares básicos, debiera avergonzarnos ser uno de los pocos países europeos que no cuenta con legislación nacional en la materia. De poco sirven los planes nacionales o autonómicos cuando no hay ley que los ampare. Un gran paso -a un coste insignificante- que, cuando menos, aclararía las competencias de las administraciones públicas, finiquitaría la incongruente separación entre la atención social y la sanitaria, o bien podría regular el creciente intrusismo profesional existente en áreas como las terapias psicológicas. Y, de paso, incluso podría blindar la asistencia en términos fiscales porque, de confirmarse la aplicación del IVA a la sanidad privada –gran parte de la asistencia a los enfermos mentales se sitúa en ese ámbito-, las cosas aún podrán ir a peor.

Si una legislación de mínimos no comporta un gasto imposible de acometer, menos aún lo generan las estrategias dirigidas a cambiar la percepción social del problema. Sin duda alguna, una de las principales características de las enfermedades mentales es la estigmatización a la que se somete a las personas que las sufren. Cierto es que cambiar estos prejuicios lleva su tiempo, pero difícilmente se reducirá el estigma si no existe un esfuerzo continuado porque así sea. De la pandemia hemos aprendido que, ante los grandes problemas sociales y sanitarios, es más eficaz el compromiso solidario de la ciudadanía que la escasa –y, habitualmente improductiva- iniciativa política. Cuando aceptemos convivir en proximidad con un centro que atienda a personas con enfermedad mental, habremos avanzado considerablemente. El día que ningún profesional sanitario se refiera a ellos como los “loquitos” podremos empezar a soñar con mejorar los recursos. Mientras exista estigma, reclamar medios seguirá cayendo en saco roto.

Vaya por delante que la lucha contra el estigma no es un constructo social vacío, ni la manifestación de ninguna ideología. Incluso, si me lo permiten, diría que tampoco es una defensa exclusiva de derechos, por más que conlleve una referencia implícita a algunos de los más básicos a los que podemos aspirar, como la igualdad o el respeto. Por supuesto que prevenir y confrontar el estigma conlleva todo ello, pero también hay que recordar sus aspectos clínicos.

Estigmatizar conlleva dificultar el acceso al tratamiento, incluso en las patologías socialmente más aceptadas. Sirva como ejemplo que solo la mitad de las personas con depresión y una de cada tres que presentan un trastorno de ansiedad, solicitan asistencia en Europa. Y, como es obvio, muchos de quienes lo hacen retrasan en el tiempo esta solicitud de ayuda, empeorando considerablemente el pronóstico de su enfermedad. O abandonan el tratamiento, principal factor de fracaso terapéutico en este tipo de patologías. Esta es la consecuencia final del estigma. Un coste sanitario y social que, incluso para quienes los derechos humanos pudieran importar poca cosa, puede despertar mayor interés. Hasta el egoísmo es una baza a jugar y también es gratis.

La OMS insiste en que es hora de moverse en favor de la salud mental e invertir en ella. Quizás no sea solo cuestión de dinero, sino de modificar conciencias. Y es gratis.

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