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José María Asencio

Otra Ley de Educación provisional

Una imagen de Isabel Celaá.

Ocho leyes de educación desde la llegada de la democracia a España y no hemos aprendido o no han aprendido nuestros políticos las lecciones de la vida. Les da igual. Siguen adelante sin importarles que sus experimentos e imposiciones ideológicas o, mejor dicho, sus vestimentas, pues no son coherentes con lo que predican a la vista de sus experiencias personales, sirvan solo para un espacio de tiempo reducido, para unos alumnos que toman por cobayas, para unos padres a los que se desapodera de su autoridad como tales. Saben perfectamente quienes impulsan leyes educativas sin consenso, que su ley será efímera y que durará lo que su gobierno se mantenga.

Peor aún es el arrojo con el que los apasionados militantes de cada bando apoyan sus deseos y justifican lo demostradamente equivocado. Parece que ser de izquierdas o de derechas en este país pasa por aceptar obsecuentemente las estrategias de los partidos que dicen representarlas y rechazar, de la misma manera, las de los adversarios. Mucha personalidad no parece demostrar tal comportamiento y menos aún, sentido crítico.

La ley llamada Celaá, porque hoy se pone el nombre del ministro a cualquier ley o decreto, es una más de las elaboradas para la galería que se considera progresista, deudora de las mismas consignas de sus predecesoras y en la que cabe hallar más impulso adoctrinador que profundidad, más empeño en formas de ver las relaciones sociales y regular la conducta del común, que deseo de formar y transmitir el conocimiento de forma objetiva, global, a los efectos, qué tontería, de que el alumno, en libertad, escoja entre el conjunto de ofertas que se le propongan. Una ley cuyos objetivos se centran en el igualitarismo predicado por quienes no son conscientes de los valores del humanismo y la Ilustración, del sentido de la persona individual diferenciada de la social y acreedora de su esfuerzo y valía. Individualidad que es compatible con la solidaridad, pues la libertad es un bien que no puede ser contrapuesto a una igualdad mal entendida. Es la base de nuestra civilización y que se quiere diluir en socializaciones de la responsabilidad y la culpa colectivas bajo argumentos, tales como el género culpable por serlo o el éxito entendido como injusticia social. Una nueva sociedad que se refleja en esa aparente filantropía de ir poco a poco diluyendo la educación especial en la común y que, con conocimiento de causa les digo, no funciona. No todo el mundo puede estudiar o estudiar todo y con todos. Al igual que no todo el mundo puede cantar ópera o ser pívot de baloncesto.

No entro en lo de la lengua. Claro que hay que evitar que desaparezcan las lenguas de cada región. Pero, habrá que hacerlo de modo que los jóvenes no se conviertan en analfabetos en español, lo que se va consiguiendo paso a paso. Allá cada padre si permite que sus hijos renuncien a saber y conocer una lengua universal, que hablan más de quinientos millones de personas en el mundo y que abre puertas profesionales. Y allá los nacionalistas, anclados en ese sentido entre carlista y anarquista rural que tanto ha alimentado al independentismo pueblerino de este país.

Y, en fin, lo de la escuela concertada no deja de hacerme gracia. Cada cierto tiempo lo mismo. Se criminaliza a una forma de enseñanza, la libertad de elección, para buscar un argumento con el que tapar la realidad, la de la escasa financiación a la enseñanza pública o a la sanidad pública. Porque, de verdad, si se quiere promocionar esta última, lo que ha da hacerse es fomentar una enseñanza pública suficiente y de calidad, atractiva, plural, no ideológicamente dependiente de cada gobierno y sus necesidades de adoctrinamiento. Mientras eso no suceda, hablar de acabar con la concertada sin alternativas es propaganda e irresponsabilidad que compran los más arriesgados y proclives al hachazo al adversario y que da votos, aunque el discurso sea un simple canto a la especulación.

Nadie, me preocupa, habla de la formación más allá de la retórica pedagógica que no puede sustituir al conocimiento, pues se refiere a la forma de transmitirlo. Los discursos sobre el cómo, tan de moda, que proclaman entusiasmados ilustres representantes educativos, no pueden sobreponerse al qué. Y de esto no se habla nada, mientras vemos reducirse el nivel de cultura general del alumnado a pasos agigantados y la sustitución de la enciclopedia por la wikipedia. Y la “k” triunfar sobre el alfabeto. Eso sí, todos pugnan entre sí por ver quién aprueba a más zoquetes y reparte más títulos y becas sin exigencias de mérito, concepto éste desigualitario que debe desaparecer. Uniformidad de conocimiento a la baja.

En fin. Otra ley que huye de algo elemental que debería ser un objetivo común: una educación libre, que no adoctrine, que transmita el conocimiento de forma objetiva, que deje elegir a los padres, no al ministro de turno, que no entre en pugnas por ver quien ofrece más por menos. Y que sea consciente de que la ignorancia es igual en una lengua que en otra. Hablar valenciano y no saber hacer la “o” con un canuto no parece un objetivo loable y financiable.

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