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José María Asencio

Una Navidad más Navidad

Navidad

Entre laicos y creyentes, cada Navidad la misma cantinela, aunque ésta, debemos reconocerlo, la pandemia ha rebajado el tono del discurso. Que la Navidad, natividad y la Semana Santa, santa, se desvinculen de su sentido religioso es un poco complicado. Es lo mismo que se hacía en tiempos pretéritos con el 1 de mayo, que se festejaba como el día de San José Obrero. Y es que intentar alterar las cosas y acercar la ascua a la sardina de cada cual trae estos deslices infantiles y, dicen, el summum ideológico, la consecución del triunfo de lo esencial sobre lo banal. Si nos cargamos al niño que nace y lo sustituimos por el sol, habremos impuesto la costumbre ancestral del solsticio de invierno. Un paso adelante cargado de una emotividad impropia de quienes ya nos vestimos con ropajes diferentes al taparrabos. El sol está ahí y adorarlo no cambia mucho las cosas para quienes creen que cambiar al niño Jesús por el astro padre es algo más de superstición. Los que no saben diferenciar la fe con esta última.

Sea lo que sea, estamos en Navidad y este año el COVID ha impuesto un mayor sentido de lo común. No ha habido grandes broncas por los belenes en espacios públicos, gigantes y ornamentados con luces que dan a la calle una parte de la alegría que falta y que no disimulan las masas de compradores aparentemente despreocupados. Nos hemos ahorrado buena parte de las grandes reivindicaciones laicistas que, otra vez, quieren prohibir y mandar al ámbito de lo privado, de momento, lo que ellos quieren que sea privado. No les entiendo. Si no creen en Dios y consideran que Éste es una invención, tanto como las ideologías políticas y demás sensibilidades, sin trascendencia sustancial y eterna, por qué se empeñan en su demolición. Algo falla en ese discurso, sobre todo libertad.

La Navidad es este año un poco más auténtica, parecida a las anteriores al consumismo que todo lo arrienda a lo externo, al anuncio más atrayente, forjado sobre el corazón y la sensibilidad, verdad, pero con el mismo objetivo que los estremecedores bodrios tan de moda y que conforman la publicidad del presente.

Familias no extendidas a los que se ve poco o nada, pero encontrados en un día que siempre fue de los inmediatos. Así era cuando yo era niño, cuando viajar era una epopeya y la nochebuena era cosa de la familia nuclear. Padres e hijos y abuelos para quien los tenía. Yo no los conocí.

No habrá misa del gallo concurrida o la habrá a deshoras, porque a las 12, en casa como Cenicienta, ese cuento que los jóvenes ya no conocen porque otra oleada de salud igualitaria y totalitaria ha decidido que deben ser expulsados al reino del olvido. Cómo si las generaciones anteriores estuviéramos infestadas de tantas y variopintas taras sociales y educativas como quieren hacer ver los destacados propagadores de la ética una, grande y libre.

Villancicos se cantan pocos y se van olvidando los de siempre, los que son parte de nuestra herencia cultural; la zambomba no se sabe usar, ni la carraca, ni siquiera la botella de anís arreada chirriante y esplendorosa en su acompañamiento de agudos.

Lo que es seguro es que no se saldrá después de la cena a festejar la noche, cual si fuera otra más, dejando a los mayores solos y sin compaña. Una costumbre también nueva –alguna década ya-, extraña a los que peinamos canas y poco compatible con la Navidad cristiana, aunque sí con las inmensidades sentimentales de los que comparten objetivos de consumo y lucha por elevar la nada impuesta a la fe querida o, simplemente, tenida. Una fe, como siempre digo, que se tiene o no se tiene, que no es necesario explicar porque es sentimental y voluntaria. Que no es razón, porque es más profunda y absoluta que la razón. La fe es duda sin duda, porque se acepta. La razón es duda si quiere avanzar y ser razón y cuando se quiere absoluta se torna autoritarismo que causa cierta perplejidad y asombro por su elementalidad. Y quienes tenemos fe también profesamos en el campo de la razón. Cuando oigo a los anticlericales que pueblan nuestros paisajes negar la razón a los creyentes y los veo argumentar, caigo en el sopor o en la permanente duda de si el ser humano sobrevivirá a este siglo tal y como es.

La Navidad, con sus Reyes Magos incluidos forjó generaciones de noches agitadas, pero hermosas. Algunos no tuvieron reyes porque sus padres, seguro, eran tan republicanos que cegaron los sueños de sus vástagos. A Pablo Iglesias igual le traían carbón y ahí está dando la vara con lo de la República todo el día, obsesionado, casi enfermizo en la simplicidad de que la solución a todos los males, su bálsamo de Fierabrás, es Zapatero en el Palacio Real. Es lo que tiene tanta exageración. Un poco de Baltasar no le hubiera venido mal. El negro –con perdón, pero así lo llamábamos con extremo cariño-, era el preferido por los niños de mi infancia. Esa infancia que se fue y que esta Navidad vuelve en una pequeña parte obligada por un mal que se ha llevado a muchos de los mejores. Por ellos cantemos al niño Dios en su nacimiento.

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