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Antonio Ortuño

Ellos se lavan las manos

Ellos se lavan las manos

Soy profesor de secundaria. Hace ya un par de años o tres que en las extremidades de mi cuerpo ya no tengo dedos suficientes para contar los años que llevo trabajando con adolescentes. En todo este tiempo, a parte de educar lógicamente, también he desempeñado algunos de los cargos de responsabilidad necesarios para el buen funcionamiento de cualquier centro educativo. El que más me gusta y desempeño con mayor agrado es el de tutor.

Un tutor en un centro de secundaria viene a ser como una segunda mamá o como un padre putativo que velan por que sus tutorados tengan las condiciones, la actitud, el compromiso y herramientas emocionales adecuadas para que todos, todo el grupo, pueda desempeñar su trabajo, que es aprender en las condiciones más idóneas posibles. Además de servir como medio de comunicación entre padres biológicos y el equipo educativo de sus criaturas, el tutor dedica buena parte de su tiempo a resolver cuestiones disciplinarias, muchas de ellas relacionadas con el hecho de trabajar en grupo. Muchos alumnos, guiados por su egocentrismo, propio de un adolescente, no entienden que una mala actitud, un mal comportamiento en el aula, condicionará el aprendizaje de todos sus compañeros y no para bien precisamente.

Les cuento todo esto porque hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que las charlas, reprimendas o broncas a todo el grupo por el mal comportamiento de algunos, no funcionan. Los que infringen las normas, los que tienen malas conductas, sin darse por aludidos, se esconden tras el mismo grupo al que su modo de actuar perjudica. Mientras los que cumplen con las reglas establecidas, con sus obligaciones, pronto se cansan de tanta disputa, discusiones y de tanta pelotera que lo único que hacen es interrumpir el buen funcionamiento y el “buen rollo” del grupo con el tutor. Me funciona mejor tratar los problemas de conductas disruptivas de forma individual. Me gusta felicitar a los que cumplen con sus obligaciones, mejor a todo el grupo, y si no es posible, de forma individual. Al mismo tiempo también tengo que recriminar a los que no cumplen con las normas por su falta de empatía, su falta de solidaridad y la falta de respeto hacia sus compañeros y hacia su lugar de trabajo. Con estos últimos, si las charlas no funcionan, habrá que recurrir a los reglamentos de régimen interno de los centros para sancionar a los chicos y chicas, que sistemáticamente y sin atender a razones, rompen o enturbian el desarrollo del trabajo de sus compañeros de curso. No pretendo, fuera de mi aula, enseñar o educar a nadie. Pero creo que a muchos de nuestros políticos o a sus representantes les vendría muy bien, de vez en cuando, ser tutor de un grupo de primaria o secundaria.

Si ir más lejos, hace unos días escuché a Fernando Simón, coordinador del centro de emergencias y alertas de España, cómo trataba de explicar esta tercera ola vírica que sigue de forma inmisericorde arrasando buena parte de nuestro país. El epidemiólogo decía que “En navidades nos lo hemos pasado mejor de lo que deberíamos” y continuaba: “las medidas adoptadas por el gobierno eran buenas, sin embargo, la gente no las respetó. Ya podríamos proponer lo que fuera que sabíamos que esto iba a pasar”. Imagino que el señor Simón sabría que sus palabras también fueron escuchadas por miles y miles de abuelos que tuvieron que cenar solos en nochebuena, muchos de ellos peleándose con los móviles para poder ver a sus nietos. Que también lo oirían miles y miles de familias que redujeron sus cenas y comidas navideñas al núcleo familiar. Lo vieron también miles de padres y madres que ya sin apenas argumentos, prohibieron la salida a la calle de sus hijas e hijos adolescentes para celebrar la llegada del nuevo año, a pesar del mal ambiente que esta determinación trajo consigo. También lo escucharon millones de españoles que estaban y están siguiendo a rajatabla las recomendaciones del gobierno y de las autoridades sanitarias. Fernando Simón era consciente de que lo estaba viendo media España, pero no fue capaz ni siquiera de intuir ni de imaginar la cara de estupidez, la cara de cansancio, la cara de hastío que se nos queda a aquellos que sí cumplimos las normas y que no nos sentimos identificados, ni por asomo, con esa “gente” con la que argumenta el Sr Simón.

Todos aprendemos algo de los libros de historia. Pero la mejor lección que empollaron y que jamás olvidarán los políticos de cualquier ámbito es la que explica los hechos acontecidos alrededor de Poncio Pilatos. Recordaremos que Pilatos, lavándose las manos, dijo: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”. Todo político o responsable de algunas políticas ante cualquier problema, siempre se lavan las manos y buscan un chivo expiatorio. Sobre todo, en la segunda pero más en la tercera ola vírica, para Fernando Simón y para nuestros políticos “la gente” son los que cargan con la culpa de todo lo que está ocurriendo. Ellos se lavan las manos… y tan panchos.

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