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José María de Loma

Jornada decisiva

Café y una partida de damas. Caigo con honor y me escabullo a la ducha antes de que mi pequeño rival me desafíe a un ajedrez. Salgo luego al balcón con una tostada en la mano y veo nubes y un ambiente algo frío. Repaso mentalmente el capítulo que vimos anoche de Shitsel, serie sobre judíos ultraortodoxos en Jerusalén. Muy recomendable. No sé si irme a trabajar o continuar con el libro de Cercas. La mañana tiene muchas posibilidades. Abandono la lectura de una columna cuando el autor adjetiva como «humeante» un café y camino hacia la redacción a la que llego justo para asistir a una improvisada tertulia política. Tengo sueño, así que no digo nada. Como no digo nada debo parecer interesante. Anda que no han hecho carrera muchos así. Sin decir ni pío. La mía, mi carrera, es a mi mesa, donde aguardan periódicos atrasados y del día. Algunos los he leído ya, otros no. El festín se prolonga un buen rato. Luego: escribo. Veo teletipos. Pienso en cómo describir sin usar las manos el término «fofo». Llamo, me llaman. Nada de interés en Twitter. Sosos correos electrónicos. Perpetro un pequeño texto editorializante sobre la libertad de prensa. Hay más plañideras que compradores de periódicos. Pero esto no lo escribo. Bueno, sí, lo escribo ahora.

Almuerzo en un restaurante clasicón. Está lleno el comedor principal. Con la ensaladilla rusa y el tartar comienza la lluvia, inopinada, fuerte, diría que morrocotuda si no fuera porque el médico de los adjetivos me ha quitado de utilizar los picantes. Para picante, el chivo con patatas. En una mesa cercana hay un expresidente de autonomía, un eminente cardiólogo (decir eminente a un cardiólogo es tener tan poca imaginación como lo de humeante para el café), un librepensador y el gerente de un hospital. Todos en la misma mesa. También con ellos un señor que se parece a Miguel Bosé pero que bien pudiera ser también gerente de algo. Uno de los comensales se sienta con nosotros y convida a una botella de Macallan. La tarde se abre ante uno con finitas posibilidades. Pero interesantes. El tintineo de los hielos pone banda sonora a la ristra de nombres que van saliendo en la conversación.

Más mareado por tanto cotilleo político que por el licor, me da en casa por pensar, cayendo la noche, que a ver si con tanto ajetreo nos vamos a olvidar de lo delicioso que resulta que a los dependientes, encargados más bien, de comercio, se les llame «factor». Así lo recoge el Código de Comercio. Factor, hola. Fulanito es un factor. Le he dicho al factor que me prepare un cargamento de epitalamios. Doña Rosita, la hija del notario, está muy contenta porque su novio, que es de un pueblo muy bonito de Valladolid, se ha hecho factor mientras convocan oposiciones a administrativo, aunque el factor me parece a mí que es un piernas de dudosas intenciones poco inclinado a fatigosa cotidianeidad laboral.

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