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Joaquín Santo Matas

Memoria Democrática: los trenes de la muerte

Latas de sardinas localizadas tras abrir zanjas en la zona donde se situó el campo de concentración de Albatera

El Consejo de Ministros del pasado martes 20 de julio aprobó el proyecto de ley de Memoria Democrática al que se le acaban de detectar más de un centenar de errores, al margen de las cuestiones conceptuales discutibles, por parte de la Oficina de Coordinación y Calidad Normativa de la Presidencia.

A falta de debatirse en el Congreso, ya me llama la atención que esta ley pretenda el reconocimiento de los que padecieron persecución o violencia por razones políticas, ideológicas, de conciencia, creencia religiosa (sic) y otras desde el inicio de la guerra civil hasta el fin de la dictadura franquista, declarando el carácter nulo de todas las condenas y sanciones impuestas por los órganos de represión de la misma.

Ante ello, me pregunto cómo se habla de una nulidad al cien por cien, pero solo de las de un bando. ¿Y las sentencias de los tribunales y jurados populares de la República, carentes de independencia y garantías jurídicas? Es normal que dude del concepto ambiguo de memoria democrática si va a dar a este último término similar valor al aplicado a la república alemana oriental salida del deseo de Stalin.

En toda contienda bélica se producen barbaridades llevadas a cabo por ambos bandos, siendo más graves las que afectan a la población civil indefensa. En la II Guerra Mundial están los hechos sangrantes de bombardeos como los de Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki que protagonizaron los vencedores aliados, causando más de 300.000 muertos.

En el caso de la guerra civil española, aplicar el maniqueísmo para que solo el bando republicano resulte ser el bueno y la víctima de los desafueros franquistas, es ejemplo de manipulación y falsedad, previo a un adoctrinamiento en las aulas, sobre lo que pasó entre 1936 y 1939.

Ee los bombardeos fascistas y nazis de Alicante, Guernica, Alcañiz, Málaga, etc. se da cumplida información; pero y de los del otro lado, caso de Tetuán, Cabra en día de mercado, o Palma, donde cayó una bomba en el instituto, salvándose los estudiantes porque les dio tiempo de refugiarse en el sótano; sin hablar del asalto a la Cárcel Modelo de Madrid, las torturas en las checas, los ‘paseos’, el genocidio de Paracuellos u otros ejemplos puntuales como el de Santa María del Collell que narra, caso excepcional en la literatura contemporánea, Javier Cercas en ’Soldados de Salamina’.

Pero ahora quiero centrarme en otro suceso luctuoso del que se ha cumplido en estos días el 85 aniversario y casi nadie conoce por ocultarse de las memorias histórica y democrática: los trenes de la muerte. Si los hubieran protagonizado los franquistas, serían públicos y notorios.

Cuando el 18 de julio del 36, al igual que en otras muchas provincias donde fracasó el levantamiento militar, hubo en Jaén detenciones masivas de personas afines al ideario de los insurrectos, donde entraban católicos, religiosos y conservadores. Ya el 30 de julio la prisión de Úbeda fue asaltada y linchados los presos políticos que en ella había. En la capital, ante la saturación de la cárcel, 800 personas se hacinaban en la catedral de donde había sido robada y profanada la reliquia del Santo Rostro, la Santa Faz jiennense, que aparecería tras la guerra en los alrededores de París.

El gobernador civil de Jaén, tras hablar con el director general de Prisiones, consiguió que varios centenares de esos presos civiles, casi todos ajenos al alzamiento aunque comulgaran con él, pudieran ser trasladados a la cárcel de Alcalá de Henares en tren.

El primero de ellos salió con 322 detenidos el 11 de agosto, con previo conocimiento de las fuerzas izquierdistas incontroladas pues en varias estaciones se intentó asaltar los vagones. Ya en Madrid, tras parar en la estación del Mediodía, 14 de aquellos fueron sacados y fusilados en unas tapias cercanas. Se trataba de políticos del Partido Agrario, el jefe local de Falange, dos sacerdotes y otras dos monjas, amén de algún terrateniente.

Mucho peor fue lo sucedido el 13 de agosto. La noche anterior había partido un segundo convoy con 245 presos. Para evitar lo sucedido con el primero, se decidió parar en la estación de Santa Catalina-Vallecas, pero allí había un grupo de milicianos esperando. Sacaron a los presos y ametrallaron a 193 de aquellas personas, ensañándose de manera especial en el obispo de Jaén, su hermana y el vicario general de la diócesis, martirizados según testigos presenciales.

La Guardia Civil que escoltaba los dos trenes se vio amenazada por los frentepopulistas y nada pudo hacer, superada por los acontecimientos. Entre los republicanos moderados, miembros del Gobierno incluidos, hubo desolación. Pero los atropellos contra la población civil conservadora y los religiosos continuarían.

Mi duda reside en saber si estos sangrientos hechos que causaron tantas víctimas inocentes, entrarán dentro del recuerdo y el homenaje que dictará la Memoria Democrática.

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