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Ana María Maciá Rocamora

Los ojos de Bukowski

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Tenía los ojos hundidos. Había estado leyendo sus obras y la fascinación me sacaba de mí misma. Busqué una foto, mis pupilas cayeron en las suyas y efectivamente, pude comprobar que Bukowski tenía los ojos hundidos, desnudos, cansados, quizá, de ver lo que veían. Parecían de vidrio y yo quise asomarme a ellos como quien se asoma a una ventana. Sus escritos eran escalofriantes. Le habría levantado yo misma los párpados con tal de saber de qué estaba hecho un poeta.

Me recuerdo con siete añitos leyendo en el salón de casa. En aquel momento habría creído sin dudarlo que mi sangre era de tinta porque mi cabeza no concebía que aquellas letras y yo no estuviéramos hechas de lo mismo. Sin duda las habían escrito otros, pero me abrazaban a mí, eran mi casa también.

Y es que las palabras, en el orden correcto, son capaces de tocar lo que las manos no tocan. Hay libros que rozan los huesos, que inundan, desbordan, que acarician la piel por dentro. Son de una belleza dolorosa, de una emoción incontenible. Las palabras, escritas como se deben escribir, consiguen, a veces, que nos duela el dolor de otros. Hay libros que terminan y parece que termina una vida.

De pequeña me costaba mucho cerrarlos. Me quemaban los dedos al tocar la última página y sentía miedo y pena y un enorme vacío, porque aunque no habría sabido decirlo como lo digo ahora, en aquel cuerpo diminuto y nervioso albergaba ya la conciencia de que renunciar a ellos sería, en parte, renunciar a ser quien era.

Ese vértigo se disipó con los años a medida que aprendí que la literatura no se acaba por muchos finales que se escriban. Nunca muere quien se queda en las entrañas de alguien.

Anoche volví a leer en el salón. Dejé caer la tapa de cartón duro sobre ciento setenta y dos páginas estremecedoras, me recosté sobre el respaldo del sofá y lloré. Pero esta vez no de miedo, ni de pena, ni de vacío. Sencillamente lloré y por un momento fui las alas de Frida, la Catherine de Heathcliff, el alma de su alma. Fui Lolita y el hombre que la quiso, una lágrima de Ana Frank inundando Ámsterdam. Caminé codo a codo con Benedetti, y fuimos, también, mucho más que dos. Entendí entonces que las palabras hacen conmigo mucho más de lo que yo hago con ellas. Devolví el libro al lugar que solía ocupar en la estantería y sonreí. Sonreí con la certeza de que esto es un arte, un eterno milagro, y por suerte lo seguirá siendo, aunque a mil Bukowskis se les cierren los ojos. 

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