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Gerardo Muñoz

MOMENTOS DE ALICANTE

Gerardo Muñoz

El puente nuevo y el viejo clarinete

Prospect Park, 1886 W.Merritt Chase

BROOKLYN, AGOSTO DE 1895

Claudio Aldani llegó a Brooklyn en la primavera de 1870, con 38 años y viudo. De familia humilde, su padre, Raffaello, trabajó en el puerto de Palermo como estibador hasta el fin de sus días, dejándole tres cosas en herencia: su puesto de trabajo en el puerto, la casucha en ruinas donde vivían y el viejo clarinete que su padre nunca aprendió a tocar. Pero las epidemias y la crisis económica que sufrió Palermo en aquellos años, hicieron que Claudio perdiera su trabajo. Sin nadie ni nada que le retuviera, malvendió la casa y compró un pasaje para América. Solo portaba una maleta y el viejo clarinete guardado en su estuche original como único valor.

Se presentó en Brooklyn con el nombre y la dirección de un paisano que no conocía apuntados en un papelito. Éste le recibió con hospitalidad y le consiguió trabajo con él en el puerto de Red Hook. Le ofreció su pequeña y atestada casa, hasta que pudo alquilar un angosto apartamento en la calle Seabring.

Conoció al irlandés John O’Keefe, que le propuso trabajar en la construcción del puente que uniría las ciudades de Brooklyn y Nueva York. «Pero yo nunca he trabajado en la construcción», repuso Claudio, empleando más palabras italianas que inglesas. «Yo tampoco, pero no importa para el trabajo que vamos a hacer. Necesitan hombres jóvenes y fuertes». Convencido, empezó a trabajar en la construcción del puente a finales de octubre de 1870.

Las obras se iniciaron el 3 de enero del mismo año. Posteriormente, Claudio supo que había sido contratado, como otros, para cubrir las bajas producidas por decenas de obreros que habían sufrido accidentes, algunos de los cuales habían perdido la vida. Varios maestros de obra habían contratado a unos seiscientos obreros inmigrantes. Recurrieron a estibadores porque eran hombres fuertes acostumbrados al trabajo duro. El propio ingeniero John Augustus Roebling, diseñador del puente y responsable de su construcción, fue una víctima más: Se fracturó un pie cuando un transbordador chocó contra un muelle, le amputaron los dedos y, pocas semanas después, murió de tétanos. Le sucedió en la dirección de las obras su hijo, Washington, pero cayó gravemente enfermo a causa de su trabajo en los pozos de cimentación. Para recuperarse del síndrome conocido como enfermedad de los buzos, Washington Roebling se retiró a su residencia. Fue su esposa, Emily Warren Roebling, quien se encargó de dirigir las obras. Aprendió ingeniería, comunicó las instrucciones de su marido a los ayudantes sobre el terreno, y trabajó en condiciones durísimas y peligrosas. El esfuerzo y la hazaña singular de aquella mujer hizo suscitar el respeto y la admiración de los obreros.

Puente de Brooklyn INFORMACIÓN

Cuando el 24 de mayo de 1883 el puente se inauguró, Emily Warren Roebling tuvo el honor de ser la primera persona en cruzarlo. Aquella majestuosa obra se convirtió en el puente colgante más grande del mundo, el primero en ser construido con cables de acero. Por él circulaban dos vías férreas, dos de carruajes y un gran camino central para peatones. Su coste se saldó por más de quince millones de dólares, veintisiete muertos y cientos de obreros heridos y mutilados.

Durante aquellos años, Claudio incrementó su vida social, aunque su duro trabajo se interponía.

La primera vez que se encontró con Rosario quedó impresionado por el parecido peculiar, nada común, que vio con su abuela: un lunar en la frente, poco más arriba del entrecejo, de color carmesí; y la coincidencia de que ambas hablaban español, aunque nacidas en continentes distintos: Rosario era natural de La Habana, su abuela Dora de un pueblo de España: Castilla o Castella creía recordar.

Sucedió un domingo por la mañana, cuando su amigo John O’Keefe le animó para que le acompañara a la iglesia de San Juan Evangelista. Allí la vio por primera vez. Pronto se enteró de que aquella mujer madura, de rasgos risueños, era viuda y maestra en la escuela parroquial, comprometida con los ideales independentistas de Cuba, su isla natal. Cuando le sonrió bizqueando, con el ojo derecho ligeramente hacia dentro, lo sintió como algo muy familiar, incluso le pareció que ese lunar en la frente refulgía fugazmente. Al cabo de un mes consiguió que Rosario aceptase su ofrecimiento de pasear por Prospect Park. Fue el principio de una relación que acabaría en boda un año más tarde.

Claudio y Rosario se mudaron al piso que compraron con modestos ahorros en la calle Sherman, entre Prospect Park y el cementerio de Greenwood.

Veinte años de soledad

Rosario Carmona, nacida en 1832, con 18 años abandonó Cuba sin el permiso de su familia para unirse al hombre revolucionario del que se enamoró. Se llamaba Ramiro Fuentes, era periodista y discípulo de Cirilo Valverde, uno de los cabecillas de la rebelión cubana. Para evitar la prisión por su actividad, Ramiro se fue exiliado a Nueva York, junto a Rosario. Se casaron y vivieron en un pequeño apartamento de Williamsburg. Ramiro trabajaba como redactor de La Verdad, periódico neoyorquino dirigido bajo el lema «El Patriotismo cubano sostiene este periódico para publicarlo gratis», sus páginas estaban dedicadas casi en su totalidad a promover y a auspiciar la anexión de Cuba a Estados Unidos.

Su convicción y patriotismo hizo que al año Ramiro se enrolara en una expedición organizada por el general Narciso López. Muchos de los expedicionarios murieron en aquellas arriesgadas maniobras combatiendo en Pinos de Rangel; uno de ellos, Ramiro.

En los veinte años que vivió sola, no conoció a ningún hombre que le interesase

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Viuda, Rosario Carmona no quiso volver a La Habana, no sería bien recibida por su padre. Bajo la tutela de Valverde, director de La Verdad, ocupó el puesto de redactora que dejó vacante su esposo. Dos años más tarde, la dirección y la redacción fueron trasladadas a Nueva Orleans, y Rosario colaboró con otros periódicos neoyorquinos: Weekly Journal, New York Gazette, Evening Post… Simultaneó su labor periodística estudiando en el Instituto Politécnico de Brooklyn, se nacionalizó estadounidense y pudo trabajar como maestra en una escuela católica de Brooklyn.

En los veinte años que vivió sola, no conoció a ningún hombre que le interesase. Su vida social se limitaba al círculo de gente relacionada con el colegio en el que trabajaba y las asociaciones benéficas con las que colaboraba. Estaba resignada a terminar sus días como una vieja casta, cuando a los cuarenta años apareció un italiano en su vida. Un hombretón alto y fornido, de ojos verdes con sonrisa encantadora, generadora en sus mejillas de hoyuelos similares al que tenía fijo en su barbilla, que la miraba con admiración desconcertante y que, con el tiempo, comprobó era tan tozudo como amable. Siendo además un buen católico, Rosario no tardó en aceptar su propuesta de matrimonio, el tiempo no estaba para noviazgo.

Beatrice y Roberto

Beatrice nació el 26 de junio de 1873, cinco minutos antes que su hermano mellizo, Roberto. El matrimonio no esperaba aquel embarazo porque Rosario tenía 41 años y existía cierto riesgo. Un embarazo casi tan milagroso como el de santa Ana o el de Sara, madre de Isaac, según dijo el sacerdote que bautizó a sus hijos.

Beatrice creció siendo una niña callada, seria, con dificultades para los estudios. Le costaba aprender, a pesar de los denodados esfuerzos de su madre, que pasaba los domingos enseñándola a leer y a escribir. «Tiene problemas para concentrarse y comprender», le contaba Rosario a su marido, frustrada ante la imposibilidad de que su hija estudiara. A los quince años la joven abandonó el colegio. Con dieciocho, cayó enferma. Sucedió poco después de la muerte de Elizabeth O’Keefe, su mejor amiga, su única amiga. Empezó a comportarse de manera extraña: apenas salía de su habitación y menos de casa, casi no hablaba y, cuando lo hacía, decía cosas sin sentido. Vivía encerrada en sí misma, en una vida propia. De repente todos pasaron a ser invisibles para ella.

Los médicos dijeron que sufría un trastorno mental grave. La sorpresa y la tristeza que sintieron los padres al conocer que su hija padecía demencia fueron enormes. El impacto para Rosario fue mayor porque nunca contó a su marido que tenía un hermano en Cuba que estaba loco. Era un secreto familiar que no desvelaría nunca. Sabía que Claudio era un hombre bueno y razonable, pero no quiso decirle que la sangre que corría por sus venas tenía algo que ver con aquella desgracia.

Veía cómo la enfermedad avanzaba en su hija, que cada vez estaba más débil, con ataques frecuentes. Los gritos de Beatrice asustaban a los vecinos. «No encerraré a mi hija en un hospital de idiotas», decía con resolución Claudio, zanjando el asunto.

El cambio más notable se produjo poco después de que entrara en la pubertad, siempre seria, solitaria. De todo su entorno sólo mantuvo una relación de amistad con Elizabeth, hija de John O’Keefe. La amiga se enamoró de Roberto, su hermano mellizo. Los tres salían juntos formando un grupo unido. Todo acabó el día que Roberto se enamoró de Patricia O’Brien, a quien conoció en el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York. Elizabeth no superó la decepción que supuso para ella la repentina ruptura con Roberto, que acabó hundiéndola en un estado de ánimo atormentado. Un frío atardecer de marzo decidió acabar con su vida: se arrojó al río desde el puente de Nueva York y Brooklyn. Aquella tragedia provocó el fin de la amistad entre los O’Keefe y los Aldani. Todas las personas que conocían a Elizabeth quedaron consternadas. Beatrice sufrió una conmoción tal que, a partir de entonces se encerró como un vórtice en sí misma, repudió a su hermano, a sus padres, dejó de comer.

Conmocionado por la tragedia, Roberto tomó la decisión inesperada de alistarse en la Marina, en contra de la opinión de sus progenitores, a quienes solo vio una vez al año, cuando tenía permiso. Hoy, en este día que estaba a punto de comenzar, Claudio y Rosario esperaban con ansia la llegada de su hijo; por fin se había licenciado, volvía a casa.

Un antiguo clarinete

Robert pensó que su futuro estaba en Brooklyn y en Nueva York, adonde acudía para asistir a clases de música. Cruzaba el puente que su padre había ayudado a construir unos años antes, tal como le gustaba repetir, orgulloso, cada vez que tenía oportunidad. Un puente desde el que se veía la resplandeciente estatua de la Libertad, erigida en una islita junto a la desembocadura del río Hudson. Consiguió una beca para matricularse en el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York. Una proeza que sorprendió a todos menos a su madre, que estaba convencida de que lo lograría. «Eres tan cabezota como tu padre». Sucedió gracias al viejo clarinete que le regaló el día que cumplió siete años. «Era de mi abuelo Piero, que lo tocaba como los ángeles, según decían mi padre y mi abuela Dora».

En el cuartel, recordaba con nostalgia cuando su madre le hablaba de la lucha del pueblo cubano para conseguir su independencia de España. Muchas fueron las veces que la oyó contar las frustradas intentonas que había llevado a cabo, en los años cincuenta, el general Narciso López, junto con otros patriotas, entre ellos su primer marido. La Guerra de los Diez Años concluyó con la triste derrota del Ejército Independentista Cubano.

Hoy volvía ilusionado a casa después de tres años, dispuesto a empezar una nueva vida. Pero el destino le tenía preparada una trágica sorpresa.

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