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Momentos de Alicante

El resplandor de las auras

Avenida Maisonnave de Alicante. Información

ALICANTE, DICIEMBRE DE 2011

Habíamos acordado hacer durante algunos días doble sesión de hipnoterapia: una por las mañanas y otra por las tardes. Pero aquel martes 13 de diciembre no pudo ser.

El día anterior, al terminar la primera sesión, el doctor Joan Ríos me invitó a comer en El jardín de Galicia, en la avenida de Maisonnave, un restaurante especializado en marisco, pero nos limitamos a compartir un estupendo entrecot de vaca gallega, acompañado de una copa de Ribera del Duero. Teniendo en cuenta que luego íbamos a seguir con la hipnoterapia no nos convenía excedernos, aunque nos prometimos volver otro día para probar esos crustáceos con un Ribeiro.

EL RESPLANDOR DE LAS AURAS

En la comida me contó que tenía exesposa y dos hijas. Que le costó sacar adelante la clínica psicológica por el prejuicio general que existe alrededor de la hipnosis, a causa del mal uso por parte de impostores, hipnotizadores que buscaban fama y dinero a través del espectáculo. Pero hoy se sentía satisfecho porque tenía una larga lista de clientes.

–Y en estos años, a pesar de estar tan ocupado con tu trabajo, ¿no has tenido tiempo para rehacer tu vida?

Hacía días que nuestro trato había dado un paso más personal. Nos tuteábamos y nuestras vidas privadas se habían intercalado en las conversaciones.

–¿En qué sentido, en el sentimental? –sonrió–. No ha podido ser porque no he encontrado a la persona indicada…, hasta ahora. –Sus ojos verdes me miraron de una forma que me impactó–. ¿Y tú?

–¿Qué?

–¿No has encontrado a nadie con quien compartir tu vida…, aparte de tu hermana?

Su aura azul resplandeció y de pronto percibí ese perfume a miel y limón. Había puesto, con la delicadeza de una mariposa en una flor (así de cursi lo percibí) su mano encima de la mía.

–No, no he encontrado a nadie –sonreí–…, hasta ahora.

Noté que mi aura se mostró de un color rojo claro. Con suavidad y sin dejar de sonreír, retiré mi mano de la suya.

Al día siguiente solo hablamos por teléfono. Aquel martes 13 de diciembre pensaba dedicarlo a averiguar el significado de las auras y a visitar a mi hermana, pero esto último no pude hacerlo por culpa de un imprevisto que me surgió en forma de llamada telefónica.

–¿Señorita Mayans?

–Sí, soy yo.

–Buenos días, soy el doctor Bermúdez… ¿Me recuerda?

–Sí, claro. Buenos días.

–Mire, aprovechando que he venido a Alicante para una gestión, he pensado que podríamos vernos un momento. Tengo que decirle algo importante.

Eran las once y media de la mañana y me encontraba en la puerta de un centro de yoga, donde me había citado con un tal Mool Nam.

–Lo siento mucho, pero esta mañana estoy ocupada y…

–Quizá al mediodía…

Era demasiado extraña aquella llamada, me intrigaba.

–Lamentablemente he quedado para comer. Quizás esta tarde…

Me pareció que suspiraba.

–Bien… Pero tendría que ser pronto. He de coger un avión a Madrid. ¿Le parece si nos vemos a las cinco en la cafetería que hay en la avenida Maisonnave, frente al Corte Inglés? Creo que se llama Solera.

–De acuerdo. –Esta vez oí perfectamente como suspiraba.

A continuación, telefoneé a Joan; me respondió el contestador automático de su móvil. Le dejé un mensaje y entré en el centro Ioga Mool Nam.

El yogui

Mool Nam era delgado, de voz melodiosa con acento rioplatense y calva reluciente. Me recibió descalzo en una salita del centro que llevaba su nombre, en la segunda planta de aquel edificio de la avenida de Aguilera.

Había elegido este lugar después de buscar por internet. En una web decía que era un centro especializado en yoga kundalini, inventado por el yogui indio Bhajan.

Nada más verme, se sintió muy interesado por mi lunar de la frente.

–Es de nacimiento, ¿verdad?

–Sí –le respondí mientras me ofrecía asiento.

–¿Sabe lo que es el chakra del tercer ojo? –me preguntó, sin separar la mirada de mi frente.

–Más o menos. –Como no cesaba de observarme el lunar, añadí–: Como le dije por teléfono, estoy buscando cierta información.

–Sí, recuerdo me dijo que en principio no estaba interesada en el yoga…

–En principio… Tal vez más adelante.

Había leído en su web mucha información sobre los chakras, los mantras, el yoga, la importancia de la respiración…, pero muy poco sobre las auras. Y mi intención era no hacerle perder el tiempo, ni desperdiciar el mío.

–Perdone, ¿puede quitarse las gafas?

–Sufro una enfermedad grave en la vista y prefiero protegerla con gafas de sol –dije, mostrándole los ojos por encima de la montura. No sé si le dio tiempo a ver que los tenía cubiertos por una finísima capa de color blanco, que no me impedía seguir viendo relativamente de cerca.

–Bien –y con repentina impacien- cia-: Pues vos…, usted dirá…

–He leído sobre las auras, pero cuanto más leo, menos claro tengo el significado de sus colores…

–¿Ve las auras?

–No… Bueno, creí ver algo parecido a un halo alrededor de las personas cuando empecé a sufrir los primeros síntomas de esta enfermedad…, pero ahora ya no lo veo… –mentí–, y dentro de poco, para mi desgracia, no veré nada.

–¿Es incurable?

–Sí.

–Lo siento.

–Tengo curiosidad por saber de verdad qué diferencia hay entre los colores y tonalidades del aura. He leído mucho, pero no lo tengo claro…

Mool Nam accedió a cumplir mi deseo, pero remontándose primero a la definición del aura. Es el reflejo energético del cuerpo. Se manifiesta en diferentes colores y matices, por el cual se percibe el estado de salud y anímico de la persona, como su carácter y hasta su alma. Empezó a enumerar los principales: el blanco es el color de la completa armonía; el dorado es la pureza y la perfección; el negro, la ausencia de color, simboliza el odio de las almas perdidas… Nada que yo ya no supiera.

Esperé a que finalizara su exposición, para preguntar:

–¿Y el verde?

–Suele indicar prosperidad y éxito. En las personas animosas aparece el verde claro y brillante.

–¿Y si es oscuro?

–Oscuro plateado, como la hierba o los pinos, representa sosiego y tranquilidad. Pero si es un verde oscuro sucio, significa envidia y celos…

–¿Y si es aún más oscuro, digamos como el olivo?

–Engaño y traición. –Al cabo de unos segundos insistió–: ¿Ve el aura de las personas?

–Sí.

–¿Me puede decir, por favor, de qué color es la mía? –preguntó, entusiasta.

–Amarillo claro.

–Muchas gracias. –Le gustó.

Nos pusimos de pie. Antes de salir le pregunté mientras sacaba un papelito de mi bolso:

–¿Podría decirme si reconoce algunas de las frases que tengo aquí apuntadas?

Cogió el papel y leyó en silencio las tres primeras:

«En la otra vida encontrarás lo que en esta has creído, si tu fe es verdadera».

«La vasija era arcilla y volverá a serlo».

«El hielo y el vapor se creen aquello que no son».

–Son sutras de los Upanisads, libros sagrados hinduistas. El tema central es la búsqueda de la Realidad Última.

–Ah, gracias… La primera frase me ha desconcertado un poco.

–Si en esta vida crees en algo de verdad, con fe, lo verás cumplido tras la muerte.

–O sea, que si uno cree en el cielo y en el infierno… ¿Y si cree en la reencarnación?

–Se reencarnará –sonrió.

–Depende entonces de la religión que se profese…

–Es la fe la que hace buena cada religión, cada creencia.

–¿Y si no se cree en nada?

–Alcanzará la nada.

Volví a darle las gracias, le pregunté cuánto le debía, no quiso cobrarme.

Salí del centro Ioga Mool Nam ligeramente desconcertada. En realidad, no había acudido para que me explicaran el significado de las auras, sino para averiguar si había personas con capacidad de ver las auras de otras. La de Mool Nam había sufrido sucesivas transformaciones, según aprecié cuando miré por encima de las gafas de sol. Del verde claro pasó al verde olivo y, al final, adquirió una bonita tonalidad amarilla dorada.

La cita

Llegué a las cinco y diez de la tarde a la cafetería Solera, el doctor Bermúdez me esperaba sentado junto a una mesa rinconera. En la silla de al lado había dejado un portafolios negro y el abrigo del mismo color.

Se levantó para saludarme (sonrisa amplia, mirada firme) y volvió a ocupar su silla cuando tomé asiento.

–Verá, señorita Mayans, conozco a Joan Ríos desde hace años y le tengo aprecio. Hemos colaborado en varios proyectos, coincidido en congresos y seminarios… Es un eminente psicólogo… Pero quizás no haya podido o sabido explicarle a usted la importancia que tiene su caso…

–¿De veras?

Joan me devolvió la llamada cuando estaba a punto de coger un taxi para venir a esta cita. Le expliqué la conversación con su colega Bermúdez. Trató de disimularlo, pero le noté sorprendido. No sabía su intención de quedar conmigo, a pesar de que ambos habían hablado el día anterior. Por cierto, ¿cómo consiguió mi móvil? Coincidimos en sospechar que venía enviado por el doctor Read, para tratar de convencerme de que debía cambiar de opinión e ir a New Haven. «No voy a aceptar. ¿Le digo que he hablado contigo? Así comprobarán la confianza que te tengo». «Como quieras», me contestó.

–No le oculto mi interés por usted…; quiero decir, por su caso, Patricia –avanzaba Bermúdez en su intención de ganar mi confianza, pronunciando mi nombre y empleando un tono calmado; pero sus argumentos no eran convincentes–. Le doy mi palabra de que su interés y el de la ciencia están muy por encima de mi deseo profesional. Tanto es así que, si usted cambiara de opinión y decidiera ir a New Haven, el doctor Read me ha asegurado que le insistiría a Joan para que siguiera dirigiendo la investigación… y yo, tal vez, solo formaría parte del equipo de apoyo –suspiró. Su corpachón estaba envuelto por un exiguo halo de color gris opaco–. Le voy a ser completamente sincero, Patricia: Ni Read ni yo nos atreveríamos a llamar investigación científica a lo que está haciendo Joan con usted…, con su caso. Adolece de método, de medios técnicos, de equipo de apoyo…, de rigor. En New Haven, por el contrario, la investigación contaría con los hipnoterapeutas más ilustres, el equipo técnico más avanzado, un grupo de historiadores que contrastarían debidamente los datos que usted fuera recordando en sus regresiones, la seguridad de que su caso alcanzará la notoriedad que se merece en los anales de la ciencia… Además, Read me ha pedido que le diga que estarían dispuestos a llevarse a New Haven a su hermana Carmen, donde la tratarían con los…

–No siga, por favor –le interrumpí, más abochornada que enfadada–. Les estoy muy agradecida al doctor Read y a usted, y reconozco la molestia que se ha tomado viniendo a Alicante para hablar conmigo personalmente…

–Le aseguro que no es molestia. He venido para…

–No, no voy a ir a New Haven, doctor Bermúdez –en la aureola gris de su cuerpo empezaron a aparecer de repente motas rojas, como manchas de sangre salpicadas sobre una perla gigan- te–. Estoy convencida de que allí me tratarían muy bien y cuidarían de mi hermana, pero prefiero quedarme aquí, en mi casa, con mi psiquiatra y con Joan. Ambos no se merecen que les haga esto. Porque al final se trataría de traicionar su confianza, de apartarlos. Sería como esos deportistas que cambian de entrenador cuando llegan a la elite o como esos novelistas que, cuando triunfan, se deshacen de los editores o representantes que creyeron en sus obras cuando eran desconocidos. No soy desagradecida.

–Creo que se equivoca, Patricia. Se equivoca al compararse con una jugadora de elite o una escritora de superventas… Usted es una mujer que, por razones desconocidas, bajo estado hipnótico, parece tener el don de recordar episodios que ocurrieron mucho antes de que usted naciera. Para descubrir por qué se produce y dar con la causa de su trastorno, es preciso que cuente con los mejores medios humanos y técnicos, por su propio bien y por la ciencia…

Cuando me levanté de la silla y me despedí del doctor Bermúdez, las motas que salpicaban su aura gris no eran del color de la ira, sino de la decepción: negras.

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