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José María

Low Cost, el sadismo del aire

Archivo - Avión Volando

  Volar no es un placer. Al menos desde que comenzó el siglo XXI. Antes, el bienestar del pasajero era la bandera de la práctica totalidad de las compañías aéreas. Estas competían por la comodidad de los asientos, por la calidad de la comida y por la estética del interior de los aviones. Aunque tu asiento asignado durante el trayecto fuera el 14F, conservabas tu identidad de ser humano. Seguías siendo señor o señora y las azafatas se dirigían a ti como tal al ofrecerte un vaso de agua o indicarte donde se encontraba el servicio.

Ahora, en cambio, todo es distinto. Hemos experimentado un retroceso moral enardecido por el fantasma de la avaricia y, cómo no, también de la ilusión de una seguridad que no es tal.

La penitencia comienza al llegar al aeropuerto. Si, por ejemplo, vuelas desde El Prat y caes en las garras del bajo coste, no hay nadie que te asista en la facturación de tu equipaje. Habrás de hacerlo tú mismo en cualquiera de los solitarios mostradores de la terminal. Presionar unas teclas, sacar la etiqueta y colocarla en tu maleta. Si lo haces bien, no habrá problema. Pero si cometes un pequeño error, la cinta se tragará tu equipaje y, al no estar identificado, lo habrás perdido para siempre. Los empleados cuestan dinero. Y como es natural, el sacrificio de los pasajeros compensa el ahorro de unos cuantos miles de euros para la compañía.

Supongamos que has salido airoso de la primera estación del Vía Crucis. Acto seguido habrás de cruzar el control de seguridad, donde deberás quitarte el reloj, el cinturón y los zapatos y caminar hacia el arco detector de metales descalzo sobre el sucio y frío suelo, sujetándote el pantalón para evitar una desgracia mayor. Lo más curioso es que muchos aeropuertos disponen en el mismo control de una máquina que detecta, sin necesidad de descalzarse, si el pasajero guarda algo en el tacón. Un procedimiento que reduciría considerablemente el nivel de humillación a que se somete a la persona. Y puesto que, salvo contadas excepciones, no se utiliza, parece que el objetivo de la práctica habitual de obligar a descalzarse no sea la seguridad, sino la humillación, la sumisión del individuo a una normativa grotesca con la finalidad de privarle de su dignidad.

Llega el momento de embarcar. Hasta marzo de 2020, tu equipaje de mano podía ir bajo el asiento o en los compartimentos de arriba. Facturar tenía un coste adicional. Entonces llegó la pandemia y se descubrió que las maletas, a diferencia de los bolsos y los abrigos, eran objetos viles susceptibles de contagiar el Covid. Tenías, pues, que facturarlas. Eso sí, sin coste adicional. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que los pasajeros preferían llevar consigo sus maletas en vez de facturarlas y esperar para recuperarlas en el aeropuerto de destino. Ante esta conclusión, alguien muy inteligente sentenció que las maletas ya no podían contagiar el Covid siempre que, por supuesto, pertenecieran a las personas que estuvieran dispuestas a pagar una pequeña suma para llevarlas consigo. Las de los demás, quienes no pagasen, seguían (y siguen) siendo objetos peligrosos.

Lo mismo ocurrió (y sigue ocurriendo) con la distancia de seguridad en las salas de espera de las puertas de embarque. Es necesario dejar libre un asiento entre una y otra persona para evitar contagios. Da igual que viajes con tu mujer o con tu padre. La distancia es obligatoria. Si no la guardas, vendrá alguien a recordártelo. Y así será hasta que entres en el avión, lugar libre de Covid, en el que te encontrarás aprisionado entre los demás pasajeros como una sardina en lata porque, como todo el mundo sabe, en los transportes aéreos no es posible contagiarse. La distancia de seguridad implica dejar libres determinados asientos y esto, en términos económicos, los únicos que cuentan hoy en día, aunque pretendan convencernos de lo contrario con fullerías y disfraces, implica una pérdida inasumible para el negocio.

Ya estás dentro del avión. Por fin. Te sientas, te duermes y te crees a salvo. Iluso de ti. Cada quince minutos pasará un carrito para ofrecerte algo, ya sea bebida, perfumes o trozos de papel en forma de cupones para, si tienes suerte, poder canjear por diversos objetos inútiles. Decenas de ofrecimientos entre los que, claro está, no se incluirá un vaso de agua de cortesía por si necesitas tragar tu pastilla diaria. Si tienes sed, paga. Y si no, también.

¿Por qué? Por todo. Y cada día por algo más. Recientemente hasta por tu asiento junto a tu mujer o tu marido. Si queréis estar juntos, pagad. Si no, un sádico algoritmo os asignará lugares separados para que la próxima vez os lo penséis dos veces y tengáis preparada la cartera. Una última política empresarial ideada por unos desalmados individuos para quienes ya no son suficientes todas las iniquidades anteriores. Ahora es el turno de separar a las familias que no puedan abonar un plus. Mañana, ya veremos. Porque cuando en el reino del capital todo está permitido y nadie pone trabas a la mente del codicioso, las consecuencias son inimaginables.

Tal vez va siendo hora de que el Estado, tan intervencionista cuando le conviene, abandone el laissez faire, laissez passer del liberalismo extremo en los asuntos en los que no tiene nada que ganar y puede que algo que perder, un diminuto ápice, siempre que redunde en beneficio del ciudadano.

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