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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Esperando a PI

Varios sanitarios destinados a una de las plantas covid de un hospital de la provincia.

He fracasado. Durante toda la pandemia he tratado de ser un buen ciudadano. He respetado las recomendaciones de eso denominado “autoridades sanitarias”; he sufrido las desventuras de la improvisada “cobernanza”; he tratado de informarme sobre la pandemia hasta que descubrí que algo de ignorancia ayuda a impedir la sobrecarga de la agenda de los psiquiatras; pinté con mi hijo un cartel con un arco iris; salí a las ventanas a aplaudir al personal sanitario; he defendido al Gobierno y al sentido común de los embates del Tribunal Constitucional; me he indignado con jueces incapaces de ponderar entre el derecho a la vida y otros derechos, de distinguir entre lo abstracto y lo concreto; he denostado a negacionistas; he denunciado presiones de empresarios egoístas; he aprendido a dar videoclases -lo peor de todo-; he defendido la ciencia y me he emocionado por el inmenso logro de tener vacunas en tan poco tiempo; me vacuné con la primera, la segunda, la tercera -y dos de la gripe-: sin miedo y con alegría, y si me dolió el brazo, me callé; he escrito decenas de artículos defendiendo la templanza; he aplazado tratamientos médicos, incluido una revisión cardiológica; he cumplido todas las ordenanzas; me he mortificado por no poder llegar a más; he usado mascarillas hasta para ducharme; mis manos olerán siempre a hidrogel. Pero he fracasado. No soy un buen patriota: no he conseguido contagiarme de covid.

Esto no es vana ironía. Es la única conclusión lógica a la que podemos llegar tras ver el comportamiento casi unánime -¡por una vez!- de nuestros gobernantes. A lo mejor no había otra. Quizá estuviera planificada esa apertura general de puertas a la circulación del virus. Pero si fue así hemos tenido una suerte inmensa: la variante ómicron ha sido la bendición que nos va a salvar de males que se prolongan por demasiado tiempo. ¿Pero es que la sembraron el espionaje de la UE, la OMS, la CÍA y varias Concejalías de Fiestas? Lo que parece evidente es que la decisión estaba tomada, con delta o sin delta: estas Navidades abría prácticamente todo. Sin restricciones, salvo alguna pintoresca ocurrencia. Esplendor de libertad, purpurina y cheque regalo. A lo mejor hasta sale bien. Es verdad que nunca sabremos si la cifra de muertos que se va acumulando podría haber sido más reducida. Nunca. (Aquí se me ocurren varias bromas de humor negro que me ahorro, por respeto).

Y es que el recuento mecanizado de bajas a las que se oponían medidas ha sido sustituido por una mecánica cesión al caos como forma de privatización global de la gestión. El caos es la situación en que todo es red, sin centro alguno, sin intromisiones regulatorias cuyo cumplimiento es molesto. Y sin necesidad de dar explicaciones razonables a la población: el caos es mudo. Ya sé que la vacunación era la respuesta. Que lo es y que lo será. Pero si la vacunación hubiera ido completada con una semana o dos de restricciones todo podría haberse ordenado de otra manera. Con daños colaterales. Pero con muchos menos daños directos.

Los argumentos que se han ido susurrando para justificar la inacción son interesantes. Uno es el de la enfermedad mental al acecho, que también es enfermedad, nos han repetido. Es cierto. Pero no recuerdo en toda la pandemia, salvo en los primeros días, mayor sensación de ansiedad que estos días en que nadie sabía lo que pasaba, en que aprendimos que no había posibilidad de análisis y que, luego, convertidos los test de antígenos en la estrella de los regalos navideños, servían para lo que servían: para incrementar la confusión. En mi entorno, en una semana, ha habido 25 contagiados: antes hubo 2 ó 3. Casos que obligan a encierros -quienes lo hayan hecho, porque el rastreo no parece muy solvente-: muchos cambios en viajes, reuniones, preocupación por la fiebre o la tos. ¿No provoca eso estrés? Pero es que, además, sabemos que nadie puede afirmar cuál es el número real de infectados. Ya veremos los resultados a medio plazo en términos de confianza en los sistemas sanitarios o en la salud mental de enfermeras y médicos. Ya veremos los efectos del miedo familiar cuando abran las aulas.

El caos se produce porque se ha permitido que cortocircuitaran terminales que han de cohesionar al conjunto de sistemas que configuran lo social. El sistema político, el sistema de sanidad pública con sus recursos reales, el sistema de compromiso y autorresponsabilidad, los diversos sistemas de liderazgo. No creo que este caos prepare un caos general, un apocalipsis. No va a pasar porque la inercia administrativa, el capital humano e intelectual, algunos rasgos de buen gobierno y la seriedad de muchos que, más allá de sus beneficios inmediatos, harán que nos sobrepongamos a esto. Pero sí digo que otra lección a aprender es que gobernar la complejidad exige de otras formas y otras premisas que no renuncien a prioridades que nos habían mantenido bastante unidos -por ejemplo, en el éxito de vacunaciones -. Y digo que los hilos del caos pueden extenderse. Ya veremos qué sucede si empiezan a parar servicios esenciales, salvo que las cuarentenas se reduzcan a diez minutos. Y ya veremos lo que sucede en el ámbito laboral como en el zafarrancho de bajas, silencios al otro lado del teléfono -metáfora de la política, para muchos- y gestión económica deficiente, no se reconduzca. La aleatoriedad del virus no va a colaborar con los poderes económicos y la Inspección de Trabajo. Personalmente estoy tranquilo: rectores y rectoras de mi Comunidad, junto a la Consellera del ramo, han aprobado una resolución que parece que ha ordenado a la enfermedad portarse bien para que todo pueda desarrollarse como estaba previsto. Por si acaso he empezado a preparar las videoclases.

En fin, junto a las esperanzas de neokeynesianismo, el capitalismo, como ideal y primer motor, ha ganado la batalla navideña en toda línea. Ningún argumento en contra, ninguna cautela. Next capitalism. El capitalismo es resiliente y lo demás son tonterías. Y después, a ver cómo los Gobiernos convencen a los ciudadanos de que si beben no conduzcan, y que si conducen no corran una barbaridad, que en la moto se va con casco, que no es bueno comer bollos, de que reduzcan el consumo de carne y de que fumar viene siendo mortal. Yo confío mucho en ómicron. Lo malo es que los hospitales “tensionados” -bello eufemismo- recibieran la noticia de que ha llegado una variante llamada pi tan inesperada, pero no tan simpática como ómicron-Noel. Y que las ucis se llenen de desleales que se niegan a balar de felicidad como en un buen rebaño.

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