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Arturo Ruiz

Análisis

Arturo Ruiz

No irá a Turín, pero el caldo en la nevera es el futuro

Rigoberta Bandini, el sábado en Benidorm EFE / Manuel Lorenzo

Letras urgentes, valientes, críticas, innovadoras, devastadoras, revolucionarias, emocionantes, conmovedoras, irreverentes, incómodas, ácidas, divertidas, en lenguas diversas; las letras de Rigoberta Bandini, de Tanxugueiras, fueron un subidón: nos reconciliaron con este país, nos sacudieron la caspa de décadas, lograron que al fin un evento televisivo reconociera la cultura popular que se hace en las calles, en los suburbios y sus dramas, en las batallas de los metros o los autobuses. Pero todo ese espejismo causado por el Benidorm Fest saltó hecho pedazos poco antes de las doce de la noche de este sábado cuando la conjunción de jurados (en contra de la voz del pueblo) dio como vencedora a Chanel. Santo dios, Chanel canta así, canta esto: «Te gusta todo lo que tengo. Te adulzo la cara en jugo de mango. Se te dispara cuando la prendo. Hasta el final, yo no me detengo». Pedazo de canción. Y de mensaje. Un desastre.

Da la impresión de que todo estaba ya prestablecido por parte de ese doble jurado porque ya no se trata de ir a ganar o perder a Eurovisión sino de pasar lo más desapercibido posible, de no incordiar, de amoldarse a los cánones de lo políticamente correcto, de fustigar las emociones para que nadie tiemble, de cobijarse en la música frívola del aquí no se piensa, no vaya a ser que alguien se dé cuenta en Turín de que estamos aquí. Mejor no molestar y si se molesta que sea haciendo el ridículo, como el año del Chikilicuatre, que por cierto le ganó la plaza en Eurovisión de 2008 a un grupo inmenso como La Casa Azul, otro generador eterno de himnos. La vida sigue igual, calada de oportunidades perdidas y cobardías comerciales en forma de artistas prefabricados. La vida persiste en ignorar a ese público en cuyo nombre se toman las decisiones, el público que explotó con Rigoberta y languideció con Chanel y que solo cuenta cuando conviene.

Unas horas antes de ese disgusto, colocada la niña en casa de unos amigos y convencidos de que iba a ganar el Ay mamá de Rigoberta, cuyo legado eterno seguirá siendo evocado dentro de veinte años cuando del mango de Chanel no se acuerden ni las hemerotecas, mi mujer y yo salimos a cenar. Derivó en seguida la conversación a la letra de Rigoberta. Yo, más obvio, ensalcé el «No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas. Sin ellas no habría humanidad ni habría belleza»: una belleza masacrada durante siglos que plantó cara a alambradas, machotes y artillerías («Tú que podrías acabar con tantas guerras» le dice Rigoberta también a su madre); siglos de amor y palabras amables frente a los exilios y los países sin amigos, generaciones de mujeres quebradas por tristezas y derrotas pero guardianas de la vida y la libertad «sacando un pecho fuera al puro estilo Delacroix», la mujer guiando al pueblo.

Pero ella se fijó casi con lágrimas en otra frase quizás menos sonora de la canción que no irá a Turín: «A ti que tienes siempre caldo en la nevera». Y recordó que su madre tuvo siempre un caldo para ella y que ella lo tiene para su hija como tantos otras millones de mujeres en todos los continentes. Y yo recordé entonces las horas que ella ha trabajado bajo la nieve, en territorios húmedos de idiomas ajenos, en montañas que eran barrizales, durante jornadas de 14 horas diarias donde sólo había un bocadillo frío, semanas enteras sin ver a la niña o cogiendo a toda prisa el último tren para poder verla un fin de semana y supe que todo eso lo ha hecho y lo hace para que la niña siempre tenga un caldo a resguardo.

Que quieren que les diga, a lo mejor exagero como siempre, pero a mí todo esto me recuerda una escena de La lista de Schindler, cuando Liam Neeson ha acabado de confeccionar la lista de judíos que podrá salvar de la exterminación en Auschwitz y Ben Kingsley le dice «esta lista es el bien absoluto, fuera de ella solo hay oscuridad». Yo creo que el caldo en la nevera es lo mejor que han sabido fecundar los seres humanos, el alimento, la piedad y la vida. Que si hubiera un tipo de bien absoluto sería este y que fuera de él no hay nada. O casi nada. Aunque no vaya a Turín.

La Benidorm incombustible que vuelve a reinventar su alegría

Benidorm no siempre ha sido bien comprendida. Aún hoy los profanos la ponen como ejemplo de icono de masificación urbanística cuando en realidad, podrá gustar más o menos, pero quienes masifican son otros y ella es símbolo del territorio bien aprovechado, bien estimado. Hace ya décadas, Benidorm se sacó de la manga su festival, ya saben, Julio Iglesias y todas estas cosas, y aunque hoy nos parezca caspa (a mí también) entonces fue un grito de libertad en un país triste con la posguerra aún amarga en la memoria. Ahora Benidorm alentó un festival atrevido, de difusión bestial: ayer todo el mundo hablaba de él. Uno no puede más que admirar el coraje de esta ciudad tan abrumada por la pandemia que es incombustible, que siempre sabe reinventarse a sí misma y a su alegría. Aunque el jurado le haya alejado la posibilidad de albergar Eurovisión en 2023.

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