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José María

Entre acordes y cadenas

José María Asencio Gallego

El grito nocturno de la opulencia occidental

El fotógrafo suizo René Robert.

 René Robert era un artista, un fotógrafo que dedicó gran parte de su vida y de su obra a retratar una de las tradiciones más representativas de nuestra tierra, el flamenco, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO desde el año 2010. Un honor que jamás se hubiera materializado sin el impulso y la determinación de cientos de personas como René que vieron en él mucho más que música, baile o tañer de guitarras.

Aunque nacido en Suiza, en Friburgo, a mediados de los convulsos años sesenta se traslado a París, donde una bailarina sueca le descubrió el flamenco. Momento que representó un antes y un después en su vida ya que, una vez puesto un pie en aquel mundo mágico, no hubo escapatoria posible. René se enamoró de todo lo que rodea al cante y a la danza, de la mística que envuelve a la soleá, a la seguiriya y a la bulería. Y así volvió a nacer, pues la pasión, cuando es verdadera, está imbuida de una fuerza colosal, de una vitalidad absoluta e incontestable.

El primero en ser retratado fue Manolo Marín, bailarín y coreógrafo sevillano cuando apenas contaba con treinta años. Y a partir de ahí, continuó su recorrido por toda Andalucía con gran parte de los grandes del flamenco, desde Camarón a Paco de Lucía, la mayoría de los cuales quedaban inmortalizados en blanco y negro, en un estilo tan propio que un simple vistazo a una de sus fotografías es más que suficiente para identificar su autoría.

Así pues, repito, René Robert era un artista. Pero por encima de todo, por encima de su obra, René era una persona, un ser humano que, como todos nosotros, sentía, reía, lloraba y, cuando tenía suerte, amaba.

El pasado 20 de enero, René nos dejó. Tenía ochenta y cuatro años y una vida llena de recuerdos. El miércoles, un día antes, René salió de su casa y se dispuso, como todos los días, a pasear por las calles de París. Al llegar a Rue de Turbigo, muy próxima a la Place de la République, cayó al suelo. No se sabe bien si tropezó o sufrió un mareo. Pero, en cualquier caso, el resultado fue el mismo. Quedó allí tendido, en la acera, entre una tienda vinos y una óptica.

Quien conozca la ciudad sabe que se trata de una zona muy concurrida, bulliciosa. De modo que, mientras René se encontraba allí, tirado en el suelo, pasaron cientos de personas que, cansadas de su jornada laboral, emprendían el camino de vuelta a casa. Estudiantes, empresarios, buscavidas. Todos desfilaron y saltaron a René, como si de un objeto se tratase, sin preocuparse ni uno de ellos por su estado de salud.

Pasaron las horas y las calles se vaciaron. La noche se hizo cada vez más oscura y más fría y René seguía allí, solo, abandonado, perdiendo poco a poco su vida con cada minuto que pasaba. Y así fue, la tragedia llegó unas horas más tarde, en la madrugada del jueves 20 de enero, justo antes del amanecer. Alguien, un desconocido, le vio y llamó a los bomberos. Pero cuando éstos arribaron junto a la ambulancia ya era demasiado tarde. René había muerto de una hipotermia severa. René había muerto de frío.

Él era conocido, un artista de renombre. Y precisamente por ello la noticia dio la vuelta al mundo. Ahora bien, ¿cuántos René anónimos perecen cada día en las calles de la vieja Europa? La respuesta es seguro aterradora. Nadie lo sabe. Nadie hace la cuenta. Un cadáver más que llega a la morgue para servir de muñeco a los estudiantes de medicina. Sus nombres no importan. Son mendigos, vagabundos invisibles a los ojos de la opulencia occidental.

Todo es asqueroso. El prójimo ha dejado de ser tal para convertirse, no ya en un enemigo, sino en un indiferente. Al menos, la enemistad implica sentimientos, protervos, sí, pero sentimientos. En cambio, la indiferencia representa la nada, la inexistencia.

Estamos tan preocupados del “yo” que ya no nos interesa nada más. Fuera de los espejos sólo hay vacío. Por eso René ha muerto. Porque a los ojos de todos nosotros René no existía. No había nadie en la acera. Vagamos por las calles cual caballos de tiro con anteojeras, fijando la mirada en nuestros smartphones sin preocuparnos de si llueve, si hace sol o si cinco metros más allá un vehículo atropella a un peatón. Mientras no me pase a mí, da igual.

Así nos va. Estamos tan enfermos de individualismo que fuera de nosotros no hay mundo, no hay vida. Y esto es aprovechado por unos y otros, por quienes detentan el poder, para jugar con nosotros como si fuéramos marionetas. Porque en realidad lo somos. Porque los hilos con los cuales nos manejan están muy separados de los que cuelgan del vecino. No vaya a ser que nos unamos y estropeemos el espectáculo.

¡Mira! En el balcón del sexto piso hay un hombre. ¡Parece que va a tirarse! Increíble, en directo. Alex, ¡rápido! Coge el móvil. Súbelo a Instagram. Seguro que hoy consigues cien seguidores más.

La náusea, decía Sartre.

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