Es pintoresco que todo aquel que triunfe en el terreno del espectáculo, las artes o el deporte, tarde o temprano, tenga que pasar por El hormiguero. No cabe elegir. No hay otro magacín de entretenimiento. O Pablo Motos o Pablo Motos. Evidentemente, el público se vuelca con él y hay semanas que de los diez programas más vistos, cinco son ediciones de Pasapalabra y los otros cinco Hormigueros.

Pese a ello, nunca ha sido santo de mi devoción, pese a que el espacio debutó en aquel canal Cuatro del grupo Prisa, que tenía una programación (comercial) exquisita. Todavía conservo en casa las mascotas de Trancas y Barrancas que nos regalaron al inicio de su andadura.

Esta semana leí en un diario económico las ganancias que reporta el programa a sus productores, Pablo Motos y Jorge Salvador. Se miden en millones de euros. Jorge Salvador, a quien conocí en su etapa en Crónicas marcianas, cuando Sardà era todavía Javier Sardá, me cae muy bien, y sabe todo sobre televisión. Lo que me molesta de El hormiguero es que se haya convertido en el referente que hoy es sin que nadie le tosa. Que cuente con privilegios como el de ser el primer programa al que concurre en directo Carlos Alcaraz, por descarte, mientras la tele pública anda tan perdida.

Ni que decir tiene que el tenista estuvo auténtico y sensato. Mucho mejor que el baloncestista Willy Hernangómez cuando el mismo día, dándoselas de normal, dijo que él y su hermano procedían de un pueblo humilde de Madrid: Las Rozas. Con 51.776 euros de renta per cápita, de los más ricos de España. Con el 28% de la población en riesgo de pobreza no se puede decir eso.