Empresas tecnológicas líderes, tan virgueras ellas, han despedido en lo que va de año a más de veinte mil curritos. Entre las más llamativas, Microsoft estará en torno a los mil nativos de patitas en la calle al igual que Stripe y Shopify; Amazon ha dejado caer que siega cualquier fichaje en la línea de Alphabet, de Google; Lyft ha emprendido un recorte de setecientos empleos y menos mal que es una plataforma de movilidad; el menda Elon Musk ha celebrado la compra de Twitter enviando un correo a unos 3.700 contratados de los 7.500 en danza, diciéndoles «bye» a quienes no ha visto en su vida ni tiene el menor interés en ello y Netflix se ha deshecho de cuatrocientos cincuenta por lo que habrá que rezar para que no nos deje sin algunas de las nuevas incorporaciones a los seguidores de «The Crown».

   Hubo un tiempo en que había quien llegaba a la puerta de un baranda del medio de comunicación, no tocaba puesto que estaba abierta, lo invitaban a sentarse porque venía de parte de un conocido común, soltaba en defensa propia que creía valer para esto, esa misma noche redactaba su primera pieza cuando aún estaba por cocer y así completaría un ciclo profesional que comprendería una vida completa. ¿Que cómo? Pues gustándole el tajo; con iniciativa y la confianza del mando en respuesta a las ganas; fijándose a diario en aquellos que le inspiraban; cruzando los dedos para que la mili no frenara el impulso; siendo capaz de afrontar trances de todos los colores; sintiéndose protegido al ver cómo la empresa comprendía que no todas las épocas podían ser dulces; valorando el compromiso de la misma para en cuanto pasase la crujía rescatar al manojito que había dejado en el camino. Y que en caso de resultar complicada la repesca, encarar el trago con el perjudicado delante como alguien de carne y hueso por mucho que refleje el algoritmo y diga el «big data». Disculpen. Debo haberlo soñado.