El dogma literario

  La soledad es necesaria. La reflexión, obligatoria. La evocación, salvo excepciones, algo propio de la neurociencia. Y es que Marcel Proust sólo hubo uno.

Cuentan que el escritor no salía de casa, que trabajaba durante la noche y dormía durante el día y que se encerraba en una habitación con paredes cubiertas de corcho donde su ama de llaves, Céleste Albaret, le alimentaba con café y croissants.

En Du côté de chez Swann, el primer volumen de los siete que componen su célebre novela de À la recherche du temps perdu, explica cómo cierto día, abrumado por la tristeza y tras llevarse a la boca una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena, su memoria le trasladó a los momentos de su infancia en Combray, sus historias locales, los primeros sentimientos de odio y culpa y los primeros contactos con las gentes que vivían, envejecían y desaparecían bajo sus ojos. Recuerdos desordenados que van intercalándose unos con otros y que nos sumergen en un universo de lejanos episodios de un pasado ya extinto.

Me pregunto, sin embargo, qué acontecimiento llevó al maestro Marcel a variar su alimentación y elegir una magdalena en lugar de su habitual croissant.

Tal vez sintiese una imperiosa necesidad de cambio. Tal vez, una noche, aprovechando que la buena de Céleste dormía profundamente, abrió con cuidado la puerta de su insonorizada habitación y, de puntillas, para evitar despertarla, recorrió el largo corredor que conducía a la puerta principal. Y puede que, una vez en la calle, de espaldas al portal del número 102 del Boulevard Haussmann, decidiera girar a la izquierda para alcanzar la Rue d’Anjou y luego descender y callejear hasta terminar sentado en un pequeño banco de les Jardins des Ambassadeurs, justo en frente de la Fontaine de Diane.

Y tal vez, quién sabe, una pareja de enamorados ilegítimos y, por ello, auténticos, que paseaban clandestinamente por allí le reconocieran y, para no molestar al maestro, se escondieran tras un arbusto y se limitaran a observar.

Aunque claro, al igual que su secreto romance tuvo seguro un trágico final, dicha historia acabó por desvelarse a un hombre cualquiera que, por interés o por imprudencia, la convirtió en otro rumor de las calles.

Y más tarde, mucho más tarde, quizás ese susurro sirviera para dar nombre al camino que en la actualidad surca les Jardins des Champs-Élysées desde le Théâtre Marigny hasta la Place de la Concorde.

  • ¡Esa no es la verdad! –contraatacarían algunos–.

Míralos cómo se retuercen en sus sillones.

  • El nombre fue elegido en referencia al lugar de juego de los niños del barrio y de los alumnos del Lycée Condorcet, donde estudió Marcel Proust a finales del siglo XIX.

Y cerrarían la enciclopedia de un golpe, provocando un estruendo que acallaría la imaginación de los presentes.

Pero ni siquiera esa muestra de superioridad les resultaría suficiente.

  • ¿Acaso insinúa usted que Marcel Proust mintió? ¿Acaso insinúa que, pese a los esfuerzos de Madame Albaret, salía furtivamente a la calle durante la noche? La mera sospecha ya constituye una herejía. ¡Es usted un hereje!

Hay ocasiones en las que es mejor no contestar.

El dogma, y aún el dogma literario, nos conduce al acopio de erudición por un simple apego a la suma. Y el depósito, sin otra finalidad que el grosero escaparate, es el más fiel compañero de la reproducción y el enemigo más acérrimo de la creación.

  • ¿No tiene usted nada que decir? –intervendrían de nuevo molestos por mi silencio–.

Y yo me levantaría tranquilo, descolgaría mi abrigo del perchero y, justo antes de abandonar el salón, me dirigiría muy cortésmente a mis detractores y les diría:

  • Amigos, ustedes confunden el hombre y el mito. Marcel Proust fue un hombre, pero también un mito. El mito sin hombre no es más que simple fantasía y el hombre sin mito es sólo otro hombre, sin identidad, como otros tantos. Por favor se lo pido, piénsenlo.

Abriría la puerta y me iría.

Porque solo así, en silencio y soledad, sin la inquisición de quienes pretenden imponernos su verdad, es posible imaginar.