La plaza y el palacio

Sobre los partidos políticos

Resultado electoral

Resultado electoral / INFORMACIÓN

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Esto de escribir de política se está volviendo cada día más difícil, más desagradable. Si algún escribiente dice que lo hace desde la asepsia total usted debe recriminarle que sea un mentiroso. Ningún aficionado a la política es neutral. Otra cosa es que sea capaz de sobreponerse y convertirse en un mercenario o que trate de endulzar sus pulsiones sometiendo también a crítica sus propias preferencias. Como para mercenario me faltan aptitudes, presumo de ser de los segundos. Como mis artículos enfadan a bastante personal, incluidos a los míos, debo conseguirlo. Santo y bueno. Pero el caso es que eso fatiga. Mucho. En especial en momentos como los actuales, donde la atracción de los polos es creciente, donde el ruido y la furia es capaz de cegar cualquier río –o trasvase- de razonamiento y cuando, además, la volatilidad de las agendas hace que lo más seguro sea glosar una canción de Shakira o los viajes del insignificante Froilán, porque de leyes cambiantes, cencerradas de Vox o Ayuso u oportunismo de las izquierdas inmaculadas o de indepes catalanes, ya vamos bien servidos, en capazos infinitos que tienden infinitamente a autorreproducirse, para poder seguir hablando de lo mismo, mientras todo cambia. Vivimos en una época de gatopardismo inverso.

No es de extrañar que la ciudadanía se enfade con la política, esa suerte de fantasma de carretera oscura que se aparece entre la niebla para avisar de las desgracias. Otra cosa es lo que los mayores enfadados harían si tuvieran mando en plaza. Pero el caso es que las circunstancias de los enfados con la política varían con los tiempos. Una vez se cabrea el mundo con el incumplimiento de programas, otra con la corrupción política, otra con la futilidad e ilegibilidad de las instituciones, a veces con los políticos, así, a lo bruto, y muchas otras, en fin, con los partidos. Ahí quería llegar, porque cuando encaramos un año electoral, meditar sobre los instrumentos esenciales de la política democrática quizá sea de alguna utilidad. Cuando hablo de partidos, por supuesto, me refiero a toda forma de coalición, federación, etc. Lo que distingue a la forma partido de otras asociaciones es su vocación de participar en elecciones para defender programas y proponer representantes, por lo que su estructura orgánica importa poco a estos efectos. Por lo demás, las regulaciones jurídicas en la materia se cumplen muy someramente, estando todas las fuerzas políticas tácitamente de acuerdo en que ese sometimiento a algunas reglas del Estado democrático de Derecho deben cesar a las puertas, precisamente, de las sedes partidarias.

Tras este comienzo pensará el lector que me sumo al coro de tenores huecos que embisten contra los partidos. Pues no. Que una cosa es criticarlos con argumentos y otra imaginar su cierre y muerte por inanición. Por eso partiré de dos principios que, creo, deberían ser los esenciales: 1) No existe democracia sin partidos políticos: ningún caso histórico puede aportarse contra esta afirmación. Obviamente los regímenes de partido único no cuentan. De lo que se deduce que cualquier crítica radicalizada a los partidos, en general, es una defensa del autoritarismo y nunca de la democracia. 2) Los partidos dignos de defensa democrática, apoyo público y, en definitiva, respeto ciudadano, son los que cumplen unas funciones relevantes y no las cáscaras vacías en las que resuenan los ecos del puro voluntarismo, el aplauso al líder, el intercambio de favores o el reparto de prebendas. Unido a esto está la burocratización de los partidos que no depende de formas particulares de actuación, sino del equilibrio entre el tiempo y los recursos dedicados a los intereses internos y al menudeo de chascarrillos y el destinado a la elaboración y propuesta pública de alternativas.

¿Pero cuáles son esas funciones? Durante décadas hubo un cierto debate ideológico: para la izquierda los partidos eran “intelectuales orgánicos”, piezas de combate y transformación, mientras que para buena parte de la derecha deberían limitarse a seleccionar los cargos inevitables en la democracia, como en sus orígenes, por ejemplo los partidos de la España de la Restauración: clubs de amigos, organizadores de redes de caciques y nepotismo –algo de esto se está recuperando con algunos sistemas de Primarias, en los que no hay espacio para el debate de ideas ni la dación de cuentas-. Hoy habría un consenso generalizado en que los partidos deben cumplir cuatro funciones esenciales: 1) Vertebrar y expresar el pluralismo intrínseco a las sociedades avanzadas. 2) Servir de mediadores entre la sociedad y las instituciones políticas, integrando la diversidad de demandas y tensiones. 3) Formar cuadros capaces entender estructuralmente dichas sociedades. 4) Poner rostros y nombres a quienes adoptan decisiones, esto es: ser el primer escalón de la responsabilidad política.

En esto, como en muchas otras cosas, el constituyente lo hizo bien, introduciendo un artículo 5, muy moderno, poco común en el constitucionalismo anterior. Era una muestra de cómo los partidos que se estaban formando y los que salían de una dura clandestinidad habían aprendido la lección y se esforzaban por fabricarse un espacio de legitimidad que, por cierto, fue reforzado por una obra magnífica sobre el tema escrita por el primer Presidente del Tribunal Constitucional, García Pelayo, en aquellos lejanos tiempos en que este órgano era prestigioso.

No soy demasiado ingenuo y no espero que las fuerzas políticas se detengan demasiado a reflexionar sobre ellas mismas, aturulladas como andan en otras cosas y rebasadas por nuevas realidades. Sí propongo a los ciudadanos serios, a las entidades de la sociedad civil y a los medios de comunicación que, en vez de arremeter con rabia, sometan a los partidos de su ámbito al test de utilidad y de legitimidad de ejercicio que propongo. A poco que se observe, se verá que lo que se defiende es la reconducción de la política por la vía de la prudencia que, en esto, tiene dos fuertes enemigos: las desmesuras que cada cierto tiempo acosan a indignados empeñados en descubrir el Paraíso y el conservadurismo rampante del que llega a colonizar algunas parcelas de poder. El reformismo bien entendido comienza por uno mismo. Otra cosa es mirarse en el espejo y encontrarse guapo, siempre. Ahí empiezan los males de los partidos, la carcoma que transmiten a la credibilidad en la democracia.