La plaza y el palacio

¿Pero qué dice, señor Roig?

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Estimado señor Roig: esta mañana –escribo el jueves-, sin ir más lejos, he acudido a comprar a una de sus tiendas. Sí, yo soy uno de sus “jefes”, como a usted gusta decir, uno de sus consumidores. La verdad es que ese toque populista nunca me ha agradado: no es preciso concebir cada relación social en términos jerárquicos y, menos, con un paternalismo que estorba la comprensión de la realidad. En todo caso no le escribo como jefe sino como conciudadano. Esta mañana, una vez más, me he vuelto a sentir asombrado –con el asombro del profano- al conjeturar la logística que supone su cadena de alimentación, la imaginación para ofrecer mercancías y el trato magnífico que prestan sus trabajadores. Por eso, me digo, es normal que obtenga muchos beneficios. Hasta ahí, ningún problema. Los problemas empiezan cuando en un mismo acto, prescindible en sus formas, usted daba cuenta, con una alegría considerable y un desparpajo insólito, de que esos beneficios –que se repiten por años- son de una cuantía difícil de asumir en estos tiempos y, a la vez, se quitaba de encima, como molesta calamidad, las opiniones circulantes sobre el incremento desmesurado de los precios, incluidos los de productos de primerísima necesidad.

Por eso su intervención, que he escuchado y leído varias veces, me causó tantísima perplejidad. Por eso me pregunto, genuinamente, que qué quiere decir usted, al decir lo que dice y como lo dice. Y esto lo escribo desde una doble perspectiva. La primera es puramente fáctica. Me gustaría entenderle, pero no le entiendo. Desde luego no soy economista, pero algunos conocimientos sobre el funcionamiento de la sociedad y el derecho sí que tengo. Pues bien, por más vueltas que le doy, no alcanzo a comprender las razones para que, a la vez, sea inevitable la subida estratosférica de precios y la acumulación incesante de los beneficios de su empresa.

Que si no se suben los precios se cause un daño irreparable a toda la cadena de intermediarios no sé cómo tomarlo. Quizá se tratara de eso: de causar un daño irreparable a muchos intermediarios. ¿O es que la ausencia de esos intermediarios, a veces tan innecesarios, quebraría la cadena de valor del conjunto de la actividad empresarial?, ¿quiere usted decir que para que usted aumente sus ganancias han de beneficiarse unos pocos pagando la gran mayoría de jefes-consumidores las consecuencias de esta extraña manera de concebir los mercados?, ¿quiere usted decir, cuando desprecia los acuerdos alcanzados en Francia, que el sistema puede seguir funcionando hasta que, en sentido estricto, el hambre alcance a mayores capas de la población sin que los poderes públicos actúen?

Como le tengo por buen demócrata, seguro que conoce el artículo 128 de la Constitución: “1. Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. 2. Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio, y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general”. No creo que haya que llegar a tanto, pero también tengo la impresión de que es suficiente título jurídico para adoptar determinadas medidas si las cosas empeoran. Y si usted y otros beneficiados por la inflación perseveran en dar discursos que, lejos de calmar los ánimos, aumentan la incertidumbre -también la política- al decir cosas incomprensibles.

Pero le indicaba que en un segundo sentido también me he preguntado por qué dijo lo que dijo, cuando lo dijo y como lo dijo. Es un sentido, si me permite, moral. No tengo ninguna duda de que dispone de equipos de marketing y prensa que le asesorarán sobre intervenciones como esta. Y me constan las aportaciones de su empresa en acciones de responsabilidad social –incluyendo las beneméritas Fundaciones ligadas a su familia-. Por eso me sorprende, directamente, que dijera lo que dijo, cuándo y como lo dijo, sin pararse a pensar en cómo le escucharían esos centenares de miles -¿o son ya millones?- que no pueden comprar en sus tiendas lo que antes compraban. Refugiarse en los usos del mercado para renunciar a una cierta sensibilidad ética me parece, en estos tiempos, algo francamente falto de escrúpulos. En particular cuando no entiendo la pureza y transparencia de este mercado que reduce drásticamente el número de compras pero que sigue asegurando beneficios medidos en centenares de millones de euros. Dijo usted que le gustaría bajar los precios para dejar en mal lugar a la competencia. Pues hágalo, al menos en determinados productos, en bien de su conciencia. Y que se fastidie la competencia, sobre todo las cadenas francesas que en su país si preservan un paquete de alimentos a precio reducido.

Porque de lo que usted presumió, en el conjunto de su intervención, aunque no se parara a pensarlo, es que ha contribuido a aumentar las desigualdades sociales. Muy pocos empresarios, entre nosotros, pueden hacerlo. Que lo adopte como trofeo de su éxito es defendible desde su libertad de expresión, pero castiga duramente al principio constitucional de la igual dignidad de las personas. La desigualdad no es una categoría abstracta: promueve la pobreza, hace más débiles a los débiles, más vulnerables a los vulnerables. Y, quizá, en este especialisimo momento socio-económico en el que vivimos, altera los ánimos más que lo que a todos, también a los grandes empresarios.

Dicho de otro modo: cuando se acumulan las razones para la incertidumbre y el malestar, la exposición pública de las cuentas de beneficios quizá deberían hacerse con un lenguaje menos autosatisfecho y con unas cautelas que no alentaran la emergencia de conflictos. Se me dirá que efectuar una crítica ética usando de vicios como la ira o la envidia es poco apropiado. Quizá. Tanto como alimentar esas maldades con la avaricia o la soberbia. Y que conste que no lo digo especialmente por usted sino por la deriva de parte del empresariado, cuando va advirtiendo que hay fuerzas que se oponen a que esta crisis la paguen exclusivamente los trabajadores, parados o pensionistas. No debe ser un atentado a la libertad de mercado pedir prudencia.

Por eso le ruego que considere mis palabras con ánimo constructivo: la claridad, la veracidad, la transparencia, no debe serle demandada exclusivamente a los políticos, sino a todos los “poderosos”. Y usted lo es mucho. Mañana volveré a ser su “jefe” de esa oscura manera a la que aludí antes: me he dado cuenta de que olvidé comprar varios productos de esos que se anotan en un papel fijado a la puerta del frigorífico. Pero piense que usted es tan jefe como yo donde de verdad cuenta: en el conjunto de la sociedad democrática. Por favor, que sus palabras no corran el peligro de herir la sensibilidad más básica de nadie, ni de alentar enfrentamientos, ni de recordar a unos u otros, innecesariamente, lo increíblemente rico que es. Gracias.