LA PLUMA Y EL DIVÁN

Tóxicos emocionales

La familia comparte normas, formas y expectativas.

La familia comparte normas, formas y expectativas. / GETTY IMAGES

José A. García del Castillo

José A. García del Castillo

El estereotipo de tóxico emocional, no se corresponde con un ser pequeño y verdoso, piel escamosa, dientes amenazadores, ojos saltones y grandes, cuerpo algo desproporcionado y una inusual agresividad velada.

Pueden adoptar formas de lo más singulares y variopintas, desde una gran esbeltez y elegancia hasta la más sórdida e impresentable de las figuras. Se caracterizan, no por su configuración anatómica, sino por su absoluta y total habilidad para emponzoñar todo aquello a lo que se acercan.

Sería perdonable si lo hicieran sin querer, es decir, que fueran los típicos gafes de toda la vida que cuando se te acercan se tuerce todo como por arte de magia. Pero no, estos sujetos se empeñan hasta lo indecible en hacerte la vida imposible, clavándote los puñales donde más te duelen y, si te descuidas, te hunden en la más espantosa de las miserias para regocijo propio y algo más.

Ese algo más suele traducirse en aumentar sus valores, dominios y poderes a costa de los que tienen a su alrededor. Alcanzan siempre la nota máxima en cuanto a urdir intrigas, melodramas y subterfugios en beneficio propio, machacando a los que se cruzan en su camino ya sean, a priori, amigos o enemigos.

Un conocido psicólogo argentino, Bernardo Stamateas, ha tipificado a los tóxicos en varias categorías para diferenciar sus formas de envenenamiento. Entre otros encontramos al «meteculpas» que dedica su vida a hacerte ver que tú eres el único culpable de todos los males propios y ajenos.

Lo sigue de cerca el descalificador, que imprime sus esfuerzos en destruir la autoestima de los demás para poder ensalzar la suya.

Y, por último, el chismoso, que para envenenar se dedica no solamente a chismorrear, sino a mejorar grandilocuentemente los chismes en perjuicio de los aludidos y en beneficio de sus intereses evidentes u ocultos.

Todos ellos, y algunos más, forman una legión temible de tóxicos emocionales de los que hay que guardarse muy mucho si no queremos ser presa de sus encandilamientos, mentiras y trampas.

Los más dañinos, por cercanía perentoria, son aquellos que tenemos irremediablemente a nuestro lado todos los días, bien porque son parientes a los que no podemos repudiar o bien porque son supuestos compañeros de trabajo de los que tampoco podemos deshacernos.

Lo más importante con los tóxicos emocionales es localizarlos cuanto antes y levantar una de esas barreras emocionales infranqueables que protejan nuestra autoestima, nuestros valores, actitudes, y nuestro círculo de amigos y conocidos.

No es necesario estigmatizarlos con alguna señal en la frente, porque son ellos mismos los que finalmente se delatan.