Amnistía y amnesia

El presidente, Pedro Sánchez, y el portavoz del PSOE en el Congreso, Héctor Gómez

El presidente, Pedro Sánchez, y el portavoz del PSOE en el Congreso, Héctor Gómez / EFE

Rafael Simón Gil

Rafael Simón Gil

Según la fecha de edición del Diccionario de Términos Políticos de Pedro Sánchez que se consulte (y, por extensión, de sus fervientes monaguillos, medios de comunicación militantes, intelectuales agradecidos, periodistas de cámara y artistas subvencionados) desde que en 2014 el «conductor» ocupara por vez primera la Secretaría General del PSOE, el proceso psicológico del lector que se acerque al libro puede sufrir graves trastornos de la personalidad que van desde la catalepsia intelectual -que suele cebarse en personas de más de 60 años-, hasta el paroxismo existencial, una suerte derivada del «cesarismo» que acuñó Oswald Spengler y que suele cursar hasta la incurable «acclamatio» consagrada por el jurista filonazi Carl Schmitt. Porque resulta normal, hasta necesario, que el filósofo, la escritora, el músico, el artista, la directora de cine e incluso los políticos (estos últimos en términos estrictamente democráticos), evolucionen moldeando sus ideas hasta conformar un conjunto uniforme y armónico de pensamiento, pero siempre basado en unos pilares maestros que sostengan toda la arquitectura posterior. Sin principios firmes no hay edificio, al menos reconocible (Mussolini militó 14 años en el Partido Socialista Italiano. Hoy ya no existen ni el uno ni el otro).

Todo sistema democrático tiene unas columnas matrices, inamovibles, respetadas y sacrosantas, por consustanciales a su esencia: la división de poderes y el imperio de la Ley, que solo puede ser interpretada y aplicada por un Poder Judicial libre e independiente, y cuyas resoluciones son de obligado cumplimiento. Nada ni nadie está por encima de la Ley. Dejémonos, pues, de aclamaciones («acclamatio»), plebiscitos, voluntad sobrevenida del pueblo, asambleísmo colegial o populismos masificados como excusa liberatoria cuando la ley nos estorba. Se empieza por entregar ingenuamente al César una corona de laurel en olor de multitudes y, tras planificadas aclamaciones en la calle, los medios de comunicación e incluso en el Parlamento que todavía sobrevive, se pasa a la quema de libros, a la persecución de todo lo que se oponga a la voluntad del líder, a su omnisciencia y a sus caprichos. Se mina la información independiente u hostil; se persigue la disidencia desde la descalificación, la exclusión social, profesional o académica; se señalan y hostigan con el dedo de la calumnia y la delación cualquier manifestación discordante; se retuercen las normas legales (la Constitución) hasta hacerlas irreconocibles; y, por fin, se accede al muro de la independencia judicial para asestarle un golpe de muerte con el piolet del que nos hemos ayudado en la escalada (nada que ver -o quizá sí, poéticamente- con el que utilizó el catalán -siempre Cataluña- Ramón Mercader, «Ramón Ivánovich», enterrado en Moscú como Héroe de la Unión Soviética, para asesinar a Trotski por orden de Stalin -siempre el comunismo-). Este jueves, Daniel Viondi, concejal del Ayuntamiento de Madrid por el PSOE y amigo de Sánchez, le tocaba físicamente la cara por tres veces al alcalde de la capital, Almeida, en tono intimidatorio y violento hasta que tuvo que ser expulsado de la cámara consistorial. Y lo hizo en público, con cámaras y sin haber ganado un campeonato de fútbol. Tiempo atrás, como diputado de la Asamblea de Madrid, amenazó a otro de Podemos: «como vuelvas a hacer una intervención así te arranco la cabeza». Pero Sánchez siguió contando con el demócrata.

Para entender todo esto y darnos cuenta de lo cerca que nos encontramos de que se haga realidad, no hace falta subir a uno de esos vuelos espaciales que con tanta conciencia como nula ciencia nos describe, para vergüenza de los españoles, nuestra vicepresidenta del Gobierno ¿en funciones? Yolanda Díaz, la mujer que susurraba a los ERTE para que le explicaran lo que son; la misma ministra que acepta gozosa jugar el papel de mala en su encuentro con Puigdemont con tal de que su verdadero jefe -que no es Sumar, ni la ideología, ni sus bases, sino Sánchez- no resulte contaminado con las imágenes sumiso-menestrales del encuentro en Waterloo, para que no le salpique una amnistía que le encarga a terceros. No. La visión de esa paulatina degradación de la democracia en España; del asalto y desprecio a la independencia judicial, a su desnudez como poder del Estado; de entrega a los privilegios de una minoría independentista xenófoba, racista e insolidaria que explícitamente exige su separación de España por cualquier medio a su alcance, incluso el golpe de Estado, y a otra minoría independentista, en gran parte heredera de ETA o beneficiada por su actividad terrorista, que todavía no ha pedido perdón; todo eso, digo, es fruto de una letal felonía ajena a cualquier escrúpulo moral, apegada patológicamente al poder y capaz de cualquier traición con tal de mantenerlo. Son otros tiempos, dirán algunos. Sí, pero están en este (Paul Éluard mediante).

Mientras Feijóo pierde su investidura por la simple aplicación de una indiscutible geometría parlamentaria, olvidamos que las cifras que pueden aupar a Pedro Sánchez no las controla el PSOE, ni el propio Sánchez. Esos escaños y las siglas que los sustentan esconden una realidad más oscura, infectada, excluyente, antidemocrática, capaz de corroer los cimientos del edificio donde hoy nos sentamos todos. Los arquitectos de esa geometría asimétrica, perversa, preparada para acorralar el sistema democrático y controlar su voladura, carecen de rasero moral, de solidaridad, de respeto al resto de españoles, a la Constitución que votó mayoritariamente el pueblo. No hay nada de «progreso», de «progresista» (qué palabra más manida y falsa) en el futuro Gobierno de Sánchez; bien al contrario, será una mera delegación de sus verdaderos dueños, aquellos que exigen amnistía e independencia. Hoy y mañana; todos los días. No es cuestión de tiempo, el tiempo de ellos y ellas siempre es presente continuo. Una amnistía que nos conducirá a la amnesia de que un día fuimos una democracia. A más ver.