Terapia
He vuelto a terapia. En concreto, a la segunda acepción de ese término recogida en el Diccionario: "Tratamiento destinado a solucionar problemas psicológicos". Esta frase, que no está escrita a modo de confesión, sino con ánimo meramente descriptivo, realista, denota dos hechos irrefutables: que no es la primera vez que recibo ese tipo de tratamiento y que tengo problemas psicológicos, es decir, dolencias que tienen que ver con la psique, que hace tiempo que no sirve para definir el alma ni como metáfora.
Es posible que a estas alturas del texto, y llevo solo 95 palabras, ya haya perdido algún lector, condicionado por el estigma que todavía -nunca un adverbio temporal fue tan inmutable- acarrean, a quienes las padecen, las enfermedades mentales. No importa. La escritura, al menos como yo la concibo, es una contingencia vital, provoca y posibilita experiencias, nunca daña. Y si he regresado a la consulta de un especialista -psiquiatra, pues hace tiempo que renuncié a los eufemismos- ha sido, precisamente, porque estoy dañada. Rota.
"Es como si te hubieras fracturado una pierna y ahora mismo no pudieras hacer nada, ni apoyarla, solo guardar reposo, dejar que vaya pasando el tiempo y, luego, empezar la rehabilitación". Mediante este símil, mi terapeuta me explica mi estado actual, provocado por una pérdida, la de mi padre, que ahonda, agravándolo, el trauma que viene definiendo mi vida, destruyéndola sin posible deconstrucción, desde mi infancia: la ausencia. Pérdidas que dotan de presencia a las ausencias y que, a su vez, generan nuevas ausencias, roturas que se añaden a las fracturas recientes.
Daño, daño y más daño. El dolor como lenguaje, único vertebrador de mi mente. En él, en las palabras, me apoyo para explicarme, lo cual no siempre es garantía de comprensión, ni propia ni ajena, pero sí de haber completado, gracias, sobre todo, a la escritura, una parte importante del trayecto que he de recorrer durante el tratamiento.
"Tienes un discurso muy articulado", me dice mi terapeuta. Y es entonces, al escucharla después de haberme escuchado, cuando me doy cuenta del inmenso valor que en mi vida tiene la literatura, más allá de premios y de reconocimientos, de críticas y de publicaciones. Escribo para entender, para entenderme y para que me entiendan. También leo para eso. Ni una cosa ni la otra son garantía de sanación. No me voy a curar antes por escribir. Tampoco por leer. Es mucho más eficaz el bromazepam, aunque vaya al efecto y no a la causa. Pero si no lo hago, la terapia iría más lenta, los síntomas de la enfermedad mental que ahora sufro -ansiedad, tristeza, desánimo, culpa, cambios de humor, inapetencia- se intensificarían y, entonces, no podría escribir ni leer.
Un círculo vicioso sin solución de continuidad en el que espero no caer. Esta vez no. Por eso sigo escribiendo artículos como este -la novela es otro territorio, aquel en el que, parafraseando a Annie Ernaux, se transfigura la realidad- y releyendo libros como Los límites de mi lenguaje (Katz), de Eva Meijer. Me lo recomendó hace un par de años una escritora que, además, es amiga. Sabía que en mi adolescencia yo había padecido anorexia, el mismo trastorno de la alimentación que llevó a Meijer a escribir ese ensayo sobre la depresión, y pensó que podría interesarme.
En aquel momento, octubre de 2021, me acerqué a él con precaución, una prudencia derivada del miedo a recaer, un verbo que nunca desaparece del vocabulario del enfermo mental. Estos días, sin embargo, lo he releído con la confianza y la seguridad derivadas de mi propia escritura, convertida en mi mejor coraza, la más resistente.
"El lenguaje puede salvar la distancia con el otro y es a la vez eso que nos separa del otro: igual que nuestra piel. Quienes disponen de más palabras, aunque no tengan una vida emocional más rica que la de otros, sí tienen una paleta más rica para interpretar y darle sentido a esa vida emocional", escribe Meijer. Y yo asiento: incluso la locura tiene sus ventajas.
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