El ojo crítico

La política del odio

Alberto Núñez Feijóo, en un acto del PP en Toledo.

Alberto Núñez Feijóo, en un acto del PP en Toledo. / EFE

Fernando Ull Barbat

Fernando Ull Barbat

Cuando surgieron los nuevos partidos políticos en el ámbito estatal, hace unos diez años, se dijo que su llegada iba a ser algo muy positivo para el sistema democrático español. El bipartidismo había convertido a la política española en un espacio acotado por profesionales de la política alejados de la realidad de la calle. Esto es al menos lo que se decía. Primero apareció UpyD, después Ciudadanos y por último Podemos. Partidos que parecían tener solución para todos los problemas de España porque, al parecer, sus dirigentes sabían ver lo que otros eran incapaces. Se presentaron como partidos políticos en los que la democracia interna era la base de su funcionamiento. Sus afiliados, e incluso también los simpatizantes en algunas ocasiones, iban a ser preguntados antes de que las direcciones tomasen decisiones importantes. Con el paso del tiempo, sin embargo, estas formaciones políticas que pretendieron ser el futuro de la política en España se convirtieron en el espejo de otras épocas en la historia de Europa. Sus líderes emergieron como césares mesiánicos que prefirieron que sus partidos desapareciesen antes que dar su brazo a torcer. UpyD y Ciudadanos pasaron del protagonismo diario en los medios de comunicación a su defenestración porque sus dos líderes, Rosa Díez y Albert Rivera, pretendieron ser los más importantes del mundo mundial y lo único que consiguieron con su estilo bronco y de continua controversia sin dar respuestas a los problemas reales fue que los votantes se hartaron de ellos de un día para otro. Pablo Iglesias, alma mater de Podemos, en realidad nunca quiso ser el secretario general de un partido político sino más bien el rey de un país soberano en el que la crítica interna se pagaba con el destierro, como en la antigua Grecia.

La última consecuencia de la aparición de nuevas fuerzas políticas fue la llegada de Vox al panorama político español, una escisión de la parte ultra del Partido Popular y de ese franquismo sociológico que con la desaparición de la dictadura se escondió entre las filas del PP pero que el revival del tradicionalismo casposo español unido a la presidencia de Donald Trump en EEUU sacó de las catacumbas a la momia del franquismo. De repente, ser franquista se puso de moda entre los sectores más reaccionarios de la sociedad española. Y el problema vino cuando el Partido Popular no fue capaz de hacer un discurso propio ajeno a las políticas reaccionarias de Vox ni a los exabruptos diarios de sus dirigentes que basan su acción en el Congreso de los Diputados en el odio y en un discurso racista y xenófobo del que el PP no ha sabido desprenderse con rotundidad.

La crispación constante en la que se ha instalado Alberto Núñez Feijóo lo aleja cada día un poco más de la Moncloa. Puede que la rabia y los malos modos así como esas llamadas a salvar la patria de la destrucción segura a la que nos aboca Pedro Sánchez sea efectivo en el tontódromo de Madrid en el que ahora debe sobrevivir Feijóo, pero la experiencia nos enseña que para ser presidente del Gobierno viniendo de la derecha la única posibilidad de conseguirlo es desde la moderación. Ya lo hizo Aznar en 1996. Después de una victoria pírrica sobre Felipe González gracias a la abstención de Izquierda Unida, cuyo líder Julio Anguita hizo la pinza al PSOE en compañía del Partido Popular, José María Aznar pactó con los nacionalismos catalán y vasco entregando a ambos todo lo que quisieron e incluso intentó llegar a un acuerdo con ETA afirmando que sabría ser generoso con los terroristas si dejaban las armas y si era necesario ser comprensivo. Mariano Rajoy se desprendió de los dóbermans del grupo parlamentario popular en el Congreso de los Diputados y ganó sus primeras elecciones generales.

Por tanto si Feijóo quiere algún día ser presidente del Gobierno debe antes soltar lastre. La política de extremos y de la crispación le viene muy bien para tener controlada a Isabel Díaz Ayuso y a la prensa madrileña, es decir, a los responsables de la caída de Pablo Casado, pero el resto de España no es Madrid. Olvida Feijóo que Pedro Sánchez es presidente del Gobierno porque así lo han querido una gran mayoría de españoles representados en el Congreso de los Diputados. Hasta que Feijóo no entienda que España hace bastante tiempo que dejó de ser la España del franquismo, una grande y libre, no tiene nada que hacer. Sin embargo, Sánchez entendió que España es diversa y unida al mismo tiempo. Y lo comprendió porque supo escuchar y porque al mismo tiempo él forma parte de esa diversidad. Por eso es un presidente que goza de gran popularidad en el centro izquierda español mientras que Feijóo es visto como un señor de provincias que ha dejado el casino de pueblo gallego, uno de esos que tan bien retrató Pérez Galdós, para irse a Madrid, una ciudad que no le gusta ni tampoco entiende. Mucho menos España.