LA PLUMA Y EL DIVÁN

Caducos

Dos ancianos pasean por la calle.

Dos ancianos pasean por la calle. / JULIO CARBÓ (ARCHIVO)

Tradicionalmente a lo caduco o que está por caducar, lo hemos mirado mal, porque si no está ya pasado, sabemos que se está pasando y, al final, tendremos que acabar desechándolo por inservible.

Cuando se trata de alimentos, ropas o enseres, la cuestión tiene poca complicación, por lo menos superficialmente, porque sí que se podría aducir que quien más quien menos, tiene una especial predilección por un determinado traje, una blusa que le queda como un guante o una máquina de coser de la tatarabuela que, aunque ahora ya no cose (la máquina, por supuesto), es una antigüedad con un inmenso valor moral por haber pertenecido a alguien tan querido para nosotros.

La cosa cambia sustancialmente si se trata de la caducidad humana, ya sea de persona conocida o anónima, y aunque se hayan escrito infinidad de tratados sobre la vejez y sus achaques, creo que seguimos estando a años luz de un tratamiento digno de nuestros mayores, no porque seamos unos desalmados insensibles hacia los más añosos, sino por machacona descalificación en sus aptitudes que les atribuimos sin causa razonable.

Hace cinco siglos una persona de treinta años era un anciano y su esperanza de vida estaba al límite, hoy podemos sobrepasar los setenta y cinco con una calidad de vida considerablemente buena.

El afamado antropólogo francés Lévi-Strauss ya avisaba en la última década del siglo pasado, que la demografía nos imponía la revisión de un nuevo ordenamiento de nuestro mundo, y ciertamente hoy se está equiparando la población mayor de sesenta y cinco años con la de menores de dieciséis en nuestro país.

Esta realidad debe afianzarnos en el hecho incuestionable de que debemos empezar a cambiar el concepto y la percepción de la vejez y, sobre todo, ser capaces de entender que el potencial que se esconde en las personas mayores, es tan importante como el que le otorgamos graciosamente a la juventud sin ningún tipo de reticencia.

Algunas de las premisas más significativas en torno a la descalificación del envejecido, se apoyan en la falta de cualidades para afrontar con suficiente energía un trabajo o una ocupación que requiera de un esfuerzo superior al admitido por las condiciones de deterioro de cada persona.

Si la sociedad y el sistema se flexibilizara lo suficiente como para permitir la acomodación de los mayores a un sistema productivo a la carta, que contemplara sus expectativas, sus conocimientos y sus deseos, nos sorprenderíamos de los resultados. Mientras tanto habrá quienes piensen en silencio que vejez equivale a estar caduco.