Tragedia y farsa del Diputado Ábalos

El rastro de Koldo por Asturias: la sombra de Ábalos en cada viaje a la región.

El rastro de Koldo por Asturias: la sombra de Ábalos en cada viaje a la región. / LNE

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Escribo esto el jueves 29 de febrero, ese día perdido en el limbo del tiempo. La Iglesia conmemora a San Dositeo, del que sólo hay recuerdo cada cuatro años. Lamentablemente, pues es de terrible actualidad. Es el patrono de Gaza, donde habitaba, esa tierra santa dejada de la mano de Dios. Fue soldado cuando casi no quedaban paganos. Cambió de oficio y dio en ser monje. Más valdría que sus sucesores hicieran lo mismo. Estando en oración se le apareció la Virgen, sugiriéndole que ayunara. El Gobierno israelí ha contribuido asesinando a más de 100 personas que habían acudido a recoger alimentos. En Gaza, ahora, el hambre, el pan y la sangre, son antisemitas, según Poncio Natanyahu. Me estremece la rabia y pienso que por mucho menos aquí, a la espera de que Putin nos movilice, estamos en continuo estado de angustia por culpa hoy de este, mañana de aquél y de todos los altavoces que, histéricos, elevan el estupor general, alimentado de hartazgos sucesivos que borran el rastro de los anteriores.

Y en estas brota con fuerza la cosa de Ábalos, del tal Koldo y vaya usted a saber de cuántos más personajes zarzueleros. Un libro recomendable: “La corrupción política en la España contemporánea”, dirigido por un grupo de profesores encabezado por Borja de Riquer, Incluye más de 30 artículos, con magníficas síntesis de Manuel Villoria, Fernando Jiménez o Jens Ivo Engels, sobre la sucesión de escándalos durante dos siglos y la sucesiva acusación de los de un color contra los de otro, y viceversa. No puede extraerse una perversa estadística que justifique que “todos son iguales”, ni otra que demuestre que hay genéticas ideológicas que empujen a unos a pecar más, porque las variables son muchas. Creo que la esencial es la permanencia en el poder por largos periodos sin contrapesos, sobre todo si coinciden con periodos de disparate económico, de aceleración de la posibilidad de hacer negocios rápidos. En lo que sí puede haber diferencias es en el deseo de adoptar precauciones: la izquierda está mejor capacitada porque teme algo menos detener los procesos del capitalismo que usan corruptelas para maximizar determinados beneficios, a la vez que, en la actualidad, presta más valor a las instituciones y mayor desconfianza a mercado. Otra cosa es que sepa hacerlo, porque muchas veces prefiere recrearse en la vacuidad de las admoniciones morales sin sustancia. Pero esto no impide que en las izquierdas haya corruptos, amparados en distintos mecanismos de autojustificación.

En España, y vuelvo al libro, se proyecta la tenebrosa sombra de una corrupción casi endémica en la que el valor del “y tú más” es posible que sobreviva: basta una gota de podredumbre para que toda agua quede contaminada. Y, sin embargo, no podemos decir que España sea estructuralmente corrupta. Sólo una pequeña parte de políticos, muy pocos funcionarios, muy pocos policías o jueces y fiscales –el desvío ideológico aceptado como deber patriótico que ataca a la imparcialidad es otra cosa- y nada de corrupción en los procesos electorales. Por eso España es uno de los pocos Estados que los más actuales estudios consideran una “democracia plena” en el mundo. Mal que le pese a las vocingleras derechas y a algunos izquierdistas empeñados en pregonar diluvios. Esto no es complacencia: supone poner las cosas en su sitio, no sea que el pretendido remedio sea peor que la enfermedad.

Y en este tumulto aparece Ábalos. Hace años escribí de él que cuando un ministro suele hablar para reñir me provoca curiosidad o algo más execrable. Ese tono de posesión de verdades perennes va más allá de lo anecdótico: denota una forma de entender la política. Exactamente una política de la que se disfruta avasallando, sea al adversario o al compañero de partido. He conocido políticos así. No me gustan. Esto no quiere decir que crea que es un corrupto. Obviamente no lo sé. Sólo lo sabe Feijóo y su cuerpo de acólitos. Pero es que ellos también pensarían, si me conocieran, que yo soy corrupto, y usted, si no ha jurado en Santa Gadea de Burgos votarles y pasear la bandera en las fiestas de guardar. Casado fue un corrupto. O sea, que no lo sé. Pero con el mero hecho de escribir esto contribuyo a manchar su fama. Primera tragedia: nada puede decirse que le exonere, pero cualquier cosa que se diga puede hundirle más.

Para que eso ocurra el personaje debe ser creíble. Él lo es. Su enfado como estilo de vida, algunas acciones del pasado que dejaron cicatriz en colegas y las turbias compañía que afloran, hacen verosímiles ciertas acusaciones. Me detengo en lo último: hay una determinada clase de compañía que es coherente con el amor a la política como ring. Me recuerda a un capitán que tuve en la mili, que me explicó que con un universitario bastaba en su Compañía –alguien tenía que saber escribir con cierta corrección-, para el resto de puestos prefería mineros o pastores, tan dignos como los otros pero más dados al uso de la fuerza muscular. Tal parece ser Koldo y esa trama de chóferes y comegambas.

Pero estas opiniones no constituirían convicción penal en el Tribunal Supremo –ni siquiera es catalán, Ábalos-. Y ahí la tragedia sube de grado: Ábalos no puede invocar la presunción de inocencia, porque eso sólo tiene sentido en el marco de un proceso. Y por ahora no está implicado. Él es, sencillamente, inocente. Pero un inocente en tamaña tesitura no encontrará abogado defensor. Quizá un acusador contra los que difundan improperios contra su honor. Mas sólo contribuiría a que su descrédito crezca. Ya sé que eso se refiere a su responsabilidad penal y que de lo que se trata es de su responsabilidad política. Pero es que de un diputado residual poca punta puede sacarse aludiendo a esa clase de responsabilidad. De hecho ya ha dejado de interesar como pieza central a las derechas que nunca se corrompieron. Se trata de apoyarse en su espalda para ir hacia la Moncloa, como todo lo que hacen o dicen. Pero en esta tesitura, no le demos vueltas, o hay una claridad absoluta en hechos, que llevarían a Ábalos al banquillo y le alejaría de su incómodo escaño, o es difícil delimitar su responsabilidad política. Su inocencia se trastoca en presunción de culpabilidad política difícilmente rebatible: ¡si hasta los suyos le alejan, tapándose con mascarillas de puños y rosas!

La farsa está dispuesta. Porque hay tal rasgamiento de vestiduras que causa espanto tanto rey desnudo. Y porque la voz de Ábalos está más ronca que nunca. No es que se crezca en el castigo, es que no tiene otra si todo lo que le queda es alborotar un poco más el gallinero, herir a sus pasadas fidelidades y abotonarse con fuerza el abrigo del aforamiento. Lo que queda es una responsabilidad moral de perfiles tan equívocos como la niebla. Es inútil seguir. El ensañamiento no merece la pena.

Sí una reflexión final. Para la que recomiendo otro libro: “Cómo mueren las democracias”, en el que sus autores, Levitsky y Ziblatt, insisten en que las democracias van decayendo cuando no se cumplen los mandatos constitucionales o dejan de funcionar las instituciones. Pero advierten que no todo puede preverse normativamente: hace falta la firme adhesión ciudadana, empezando por partidos y líderes y medios de comunicación, a los valores que configuran la democracia; así como consensos colectivos sobre ellos, de tal manera que ni se abuse partidariamente ni se disculpe a los propios lo que ofende en los otros. Los autores asimilan eso a lo que denominamos “quitamiedos”, que impiden que te salgas de la carretera si falla la mecánica o los frenos de los procesos políticos habituales. Menos, pues, rasgar vestiduras y más fabricar acuerdos sobre normas y prácticas de buen gobierno, que hay mucho por hacer ahí, incluyendo el funcionamiento interno de los partidos. Gritar mucho cuando el corrupto es el de enfrente o el “mío” caído en desgracia, de poco sirve. Si no lo conseguimos, que San Dositeo nos asista. San Dositeo, que murió de una enfermedad pulmonar, asistido por otro inocente santo gazatí: el Abad Barsanufio. Pero esa es otra historia.