Opinión

Una crisis que no amaina

Recuperarnos de una crisis exige respetar una libertad asociada a lo bueno

Una crisis que no amaina.

Una crisis que no amaina. / Jesús Hellín - Europa Press - Archivo

Hace tiempo que Baleares dejó de ser una región competitiva para convertirse… en otra cosa. Y ello a pesar de la fortuna de una geografía privilegiada y de un monocultivo económico –el turismo– que ha resistido medianamente bien el impacto de la globalización. No es la España vaciada, para entendernos, ni la geografía de la desindustrialización. Pero nuestro Producto Interior Bruto cede, desde hace décadas, a una erosión lenta que se traduce en un empobrecimiento generalizado y en la caída de muchos otros indicadores. El más evidente es el de la renta per cápita, que se aleja cada vez más de la media de la Unión. En este aspecto, parece seguir la brújula económica del país, que aún no se ha recuperado de la debacle de los primeros diez años de este siglo. Después del estallido del sector inmobiliario y de sus efectos sistémicos sobre la banca, España ha visto reaparecer sus demonios seculares. No es una experiencia nueva, ni en nuestra historia ni en nuestro entorno. La excepcionalidad española –si es que existe– tal vez consista en acogerse a los extremos de cada época, en estirar las ideas irreflexivamente hasta que se vuelven contra sí mismas y enloquecen.

Esa excepcionalidad también responde, tras un siglo XIX convulso, a la ausencia de una tradición burguesa. La tradición, como la cultura, es un saber hacer, una forma de cuidar los detalles. Con excepciones, lo poco que teníamos se ha ido echando a perder a medida que las reformas educativas se han empeñado en estupidizarnos. No es de extrañar que PISA nos sitúe a la cola del mundo avanzado, ni que haya varias regiones españolas (entre ellas Baleares, Cataluña y la Comunidad Valenciana) relegadas entre las últimas del continente. ¿Dónde queda el sueño de la Educación Republicana? Las respuestas a esta pregunta mueven a la melancolía.

Hablaba de Baleares, aunque me refiero también al conjunto de España. Se dan problemas comunes y otros son propios, indisociables de las malas decisiones políticas y de nuestra cultura empresarial. Si no contasen con el turismo y las segundas residencias, las islas serían una región subsidiada sin otro horizonte que el empleo público o la emigración más o menos forzosa. Ha sido el turismo lo que nos ha europeizado, para lo bueno y para lo malo. Y aún así, los récords anuales de visitantes y las inversiones masivas en inmuebles y negocios no se han traducido tan rápidamente como podríamos esperar en la mejora de la renta per cápita o en un incremento general de la productividad. Al contrario, el empleo se ha precarizado, el precio de la vivienda ha ascendido a cotas inalcanzables y los servicios públicos se han deteriorado. Es decir, nos hemos hecho más pobres en un contexto de mayor opulencia.

Así pues, eliminar las cortapisas fiscales, ideológicas o de capital humano que frenan la recuperación económica debería convertirse en el objetivo central del actual gobierno autonómico. Hay medidas muy costosas que ofrecen escasos réditos a cambio y otras más baratas que impulsarían la renta per cápita. La más sencilla es reducir la maraña burocrática, auténtico cáncer de nuestro primer mundo. El atractivo fiscal debería ser innegociable, al igual que la construcción en altura en las ciudades, único remedio viable a la escasez crónica de vivienda. La libertad es clave, pero no cualquier libertad como es lógico. Tiene que ir acompañada del saber hacer propio de lo bueno.

Suscríbete para seguir leyendo