Opinión

La bomba

"La bomba", un artículo de Israel de la Rosa

"La bomba", un artículo de Israel de la Rosa / INFORMACIÓN

¿Se puede culpar a alguien por tener miedo? ¿Se puede acusar de cobardía al inocente por echar a correr despavorido en mitad del almuerzo? ¿Quién no ha sentido alguna vez un terror indefinido al subir de un tirón la persiana y creer divisar una manchita parpadeante en el horizonte? ¿Se puede censurar a una persona por experimentar un vago sentimiento de horror? Al percibir un extraño temblor bajo los pies, por ejemplo, o al notar un aroma extravagante colándose por la mugrienta rejilla de ventilación. O al hallar que la luz de la mañana ha perdido parte de su resplandor y que ahora se muestra grisácea, dramáticamente cenicienta. O al observar el revoloteo inusual de los pajarillos, atareados de pronto en quehaceres erráticos, desgañitándose al presentir alguna cosa fea. ¿Se puede culpar a alguien, acaso, por echar a rodar todo su vigor y ponerse a chillar con desaforado espanto?

Esa cosa fea que presienten los pajarillos es, concretamente, la llegada y el consiguiente zambombazo de un misil. Un petardazo de mil demonios en mitad de la plaza, entre el estanco y la tiendecita de los frutos secos. Así, sin avisar, un martes cualquiera, sin concederle a uno tiempo ni para recortarse el bigote, ni para recoger la ropa tendida, que con el bombazo se va a echar a perder, principalmente las camisas. Es el susto permanente que algunas personas de a pie conservan en el estómago, por mucho que traten de sobrellevar la angustia con una bonita sonrisa pintada en el rostro, marchito ya por la violencia de los desamores. Es la continua aprensión que en algunos ciudadanos ha logrado provocar la repugnante matraca de determinados personajes abominables, que se sirven de los medios de comunicación para amplificar sus amenazas y mortificar a la población. Es el habernos representado ya el misil sobre nuestras cabezas, inevitablemente, como símbolo de todas las posibles desgracias humanas, como insignia esperpéntica y cilíndrica del fin del mundo.

Quién no tiene un vecino, un buen amigo o un cuñado que dedica todos los domingos sin excepción a cavar en la falda del monte para ensanchar el búnker y hacerlo más profundo. Son admirables la previsión y el cálculo de ciertos individuos. Son tipos que valen por dos. No desdeñan ni el menor detalle, y hacen verdadero hincapié en la valiosa lista de enseres que se proponen acumular en el refugio subterráneo: velas, latas de conserva, martillos y cortafríos, pañales, una Biblia, ropa de entretiempo, música de los noventa, tabaco... Se alicata antes el búnker que el apartamento en Santa Pola. Circulan ya, bajo cuerda, minuciosos planes de evacuación y de ordenada penetración en los refugios. Las mujeres, los niños y los de derechas primero. Si cae la bomba que nos pille dentro. Y confesados.

Más allá de las saludables pinceladas de sarcasmo, lo cierto es que una inmensa mayoría trata de hacer oídos sordos a esa negra y amenazante cantinela, tan habitual, tan machacona, y procura desarrollar una existencia ajena a cualquier temor. Hay personas que se conducen en su día a día como si todos esos invisibles pavores no fueran con ellas. Se brinda y se bebe cerveza, en ocasiones, como si fuera la última vez, con cierta y premonitoria melancolía, y no podemos dejar de reconocer que algo de encanto tiene. «Baja la voz, querida —bromea uno—, que no oigo el silbido de la bomba.»