Opinión

Los geranios de mi abuela

Hay algo muy satisfactorio en cuidar las plantas, flores o árboles para que perduren en el tiempo

Uno de los pinos talados, con otros secos al fondo.

Uno de los pinos talados, con otros secos al fondo. / Áxel Álvarez

En la entrada de la casa de mis abuelos había una maceta grande y rectangular de marés llena de geranios de color rojo que, para nuestra felicidad, todavía siguen ahí. Esos geranios eran el ojito derecho de mi abuela. Les quitaba las hojas secas, regaba y, por encima de todo, les tenía un cariño evidente. Todas las tardes de todos los veranos sacaba una butaca y se sentaba a leer junto a sus geranios. Cuando ella comenzó a perder la memoria ganó la capacidad para entusiasmarse con muchas pequeñas cosas. Mi abuela, que siempre se iba a dormir pronto, se quedaba a ver las estrellas. Ella, que cuidaba su dieta saludable por encima de todas las cosas, desayunaba encantada leche con galletas y mermelada. Disfrutaba con todo y por todo y, cómo no, estaba orgullosísima de sus geranios. Fue una época breve, pero maravillosa. Porque derrochaba capacidad para ilusionarse por detalles cotidianos. Una sabia. Pero volvamos a las flores.

De pequeña, cuando los mayores jugaban a escondernos regalos, encontré en esa maceta una colección de animales de madera. Mis abuelos ocultaban la llave de casa entre sus ramas para que, al volver de mis marchas adolescentes, no tuviera que despertarles y mis hijos tienen miles de fotos en las que esos geranios aparecen de fondo. A día de hoy continúan igual de lozanos. Hay algo muy satisfactorio en cuidar las plantas, flores o árboles para que perduren en el tiempo.

En una playa cuyo nombre no desvelaré jamás (ningún mallorquín de pura cepa osaría compartir sus lugares secretos) los tamarindos llegan hasta el mar. Uno de ellos es arquitectura perfecta. Tiene una protuberancia en donde dejar las chanclas, una rama para colgar las toallas y su sombra es compacta. Mis amigos de la zona dejan sus cosas allí nada más salir el sol y nadan varias horas antes de volver a casa y dejar paso a los pocos turistas privilegiados. No hay experiencia que supere la sensación de plenitud.

Cada vez que paseamos por la avenida que lleva al acantilado, mi amigo me enseña el árbol con el que se golpeó y se abrió la ceja cuando éramos pequeños. Cada verano, desde hace más de tres décadas, mis amigas y yo cenamos en el mismo pinar y mirando al mar. En mi terraza tengo un pequeño jazmín, que nació a partir de un esqueje de otro que estaba en el jardín de casa de mis tíos y cuando florecen las orquídeas, mi madre y yo nos enviamos fotos para celebrarlo.

Los propietarios del nuevo y reformado Hotel Formentor quieren talar 200 de los pinos que rodean uno de los lugares más icónicos, elegantes y mágicos que ha habido en esta isla. Puede que alguno de esos árboles diera sombra a Grace Kelly o a Winston Churchill. Puede que fuera la inspiración de Miquel Costa i Llobera para escribir Lo pi de Formentor, el poema que todos los estudiantes mallorquines memorizamos en primaria, puede que fuera donde alguien le juró pasión eterna a otro alguien o donde alguien lloró sus penas un atardecer. Talar 200 pinos es un atentado medioambiental y, también, emocional. Deseo que quien tenga la última palabra los ame tanto como amaba mi abuela sus geranios. Sólo así estaremos salvados.

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