Opinión

Perder la fe

Virgen de la Victoria dentro de la iglesia de El Salvador

Virgen de la Victoria dentro de la iglesia de El Salvador / Áxel Álvarez

Me llevó tiempo, bastante, darme cuenta de cuál fue la razón que hizo que dejara de creer en Dios. Mi familia, la materna, es religiosa. Mi padre no, pero mi madre era creyente y profesaba su fe siendo muy consciente de ella, aunque en la distancia, es decir, sin acudir a misa diaria ni semanal, siquiera.

Aun así, mi hermana y yo fuimos educadas en el catolicismo y, de hecho, estudiamos, hasta los 18 años, en un colegio de Hermanos Maristas. Hicimos la Primera Comunión y crecimos rodeadas de toda la imaginería, las costumbres, los ritos.

En el pueblo extremeño en el que pasamos la infancia, donde mi hermana ahora vive con sus dos hijos, la Semana Santa es fiesta de interés turístico regional y su tradición se remonta al siglo XVI. Durante la cuaresma, período de penitencia, ayuno y abstinencia, la carne era desterrada de los menús y, a partir del Viernes de Dolores, la gastronomía local se nutría de recetas que velaban por el riguroso mantenimiento de la doctrina católica: potaje, patatas con huevos y bacalao, torrijas, pestiños de culo cesta, floretas, huesillos…

Escribo en pretérito porque me refiero a un tiempo pasado, si bien es en el presente en el que todavía se inscriben, para muchos de los que me rodean, todas esas prácticas que definen un modo de vivir y, sobre todo, de sentir. Debido a ese sentimiento, en este caso religioso, buena parte de mi familia acude, todavía, a celebrar el Domingo de Ramos a ese pueblo donde se hunden nuestras raíces.

No creo que a estas alturas se preocupen de buscar un traje nuevo para lucirlo en la procesión («Domingo de Ramos, quien no estrena se queda sin pies y sin manos», reza el dicho popular), pero así era cuando yo era niña, hasta el punto de que había familias, humildes como lo éramos todas, que se pasaban los meses anteriores ahorrando para comprar la prenda adecuada y no ser criticadas, juzgadas y rechazadas por el qué dirán.

La estética, la apariencia, una vez más, como diferenciadora de clases, pues hay ciertos ambientes en los que la única herencia es la tierra que se pisa, tantas veces baldía, cuando no envenenada, igual que en la famosa novela de Jane Smiley.

Nunca me ha gustado sentirme observada, ni entonces ni ahora. Metete es una palabra que me divierte, su mera pronunciación, incluso, pero su significado (sinónimo de entrometido, «Dicho de una persona: Que se inmiscuye en asuntos o conversaciones ajenos que no son de su incumbencia») me lleva, inevitablemente, a aquellas calles de mi infancia por las que estos días transitan imágenes como el Santísimo Cristo de la Humildad, la Virgen de los Dolores o el Santo Sepulcro a hombros, siempre, de hombres que, acabada la procesión, acudirán a los bares de la localidad para saciar su sed, no necesariamente de justicia.

Hace años que no participo de esos ritos, si bien los respeto, como respeto la fe que llevó a mi madre, ya muy enferma de cáncer, a rogar de rodillas a ese Cristo patrón de mi pueblo, que pasaba bajo el balcón de la casa de una de mis tías, que la curara, que no la dejara morir, que impidiera que sus hijas se quedaran huérfanas. Eso la escuché decir, con mi vestido nuevo, recién estrenado para la ocasión, un día de la Semana Santa de 1997. Falleció unos meses después.

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