Opinión

¿Alguien preocupado por la infancia asesinada y abusada?

Una rosa depositada en el exterior de la casa donde se ha producido el crimen de violencia vicaria.

Una rosa depositada en el exterior de la casa donde se ha producido el crimen de violencia vicaria. / JORDI OTIX

Esta semana se ha producido otro asesinato contra una mujer y sus hijos por parte del padre. Se ha hablado de violencia vicaria y de una depresión severa del progenitor. Aparece de nuevo el riesgo de estigmatizar la enfermedad mental con el maltrato. Machismo y depresión no son incompatibles, pues el primero es un patrón cultural. Pero sí sabemos que no todas las personas con depresión acaban por asesinar a sus parejas o hijos.

El registro marca, a mes de abril, siete menores asesinados en 2024 por sus padres. Es la cifra más alta de la serie histórica, desde 2013. Y cuando se escuchan las declaraciones institucionales parece que no se puede hacer mucho más. ¿De verdad hay alguien preocupado y trabajando para habilitar otros cauces de detección eficaces? ¿Cuándo entenderemos que la denuncia no es todo y que los sistemas de salud pueden servir para ello? ¿Cuándo comprenderemos la dificultad de denunciar cuando el agresor presenta enfermedades mentales? ¿Se tomarán medidas o quedará todo en condolencias? ¿Alguien está haciendo autocrítica para potenciar la detección y prevención?

Por si este panorama no es duro, abramos otro. Así, en bruto, los datos de la Fundación ANAR: la violencia sexual con la infancia y adolescencia ha aumentado un 55,1% en los últimos cinco años y un 353% en los últimos quince. Ocho de cada diez agresores son conocidos de la víctima, donde el padre o pareja de la madre representa casi el 30%. El 78,7% de las víctimas son niñas y mujeres. Por cada 100 niños agredidos, se registran 401,5 agresiones en niñas y adolescentes. El 70,3% no recibe tratamiento psicológico tras la agresión.

Esta realidad existe, por poco que se comente, y forma parte del día a día. Hay niñas y niños en este país que conviven con sus agresores, que apenas duermen o descansan porque temen ser abusados en el silencio y en la oscuridad, que encuentran en el colegio el único espacio de refugio, que estudian con angustia, que tienen miedo de delatar a sus conocidos y que no pueden confiar para hablar en quien le debería de proteger.

La infancia y la adolescencia son la población adulta del mañana. Tienen derechos y esto parece olvidarse. Con que se investigue un poco, se abren pistas. He perdido la cuenta de la cantidad de madres que cuando denuncian violencia de género y han querido defender y proteger a sus hijos e hijas se les ha vuelto el sistema en contra, tachándolas de manipuladoras, con informes injustos, sin reparar en la opinión de los niños y las niñas. Y madres que han denunciado a sus parejas por abusar sexualmente de sus hijos e hijas, cuyos casos se archivaron sin más investigación mientras escuchaban sobre ellas la frase de “¿eres capaz de llevar a la cárcel al padre de tus hijos?”. Este tema no abre informativos, apenas está en programas políticos semanales, pero está ahí, cada día. Y la impotencia es pensar cómo no va ocurrir este horror contra la población más indefensa si hacemos como que no es estructural, que es excepcional, y muchos se encogen de hombros.